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jueves, 25 de noviembre de 2010

Un Marido Ideal..............Cuento de Oscar Wilde

Oscar Wilde
Un marido ideal

PERSONAJES DE LA OBRA

CONDE DE CAVERSHAM.
VIZCONDE GORING, su hijo.
SIR ROBERT CHILTERN, sub­-secretario del Ministerio de Asuntos Exteriores.
VIZCONDE DE NANUAC, agre­gado a la embajada france­sa en Londres.
MASON, mayordomo de sir Ro­bert Chiltern.
MISTER MONTFORD.
JAMES y HAROLD, criados.
PHILIPPS, criado de lord Goring.
LADY CHILTERN.
LADY MARKBY
CONDESA DE BASILDON.
MISTRESS MARCHMONT.
MISS MABEL CHILTERN, her­mana de sir Robert Chiltern.
MISTRESS CHEVELEY

ACTO PRIMERO

Escena: habitación de forma octogonal en la casa de sir Robert Chiltern, en Grosvenor Square, Londres. Tiempo: el actual [del autor]. La habitación está brillantemente iluminada y llena de in­vitados. En lo alto de la escalera está lady Chiltern, una mujer de una belleza de tipo griego, de unos veintisiete años. Recibe a los invitados según van llegando. Al pie de la escalera cuelga una gran araña que ilumina un enorme tapiz francés del siglo XVIII, situado en la pared de la escalera, el cual representa el triunfo del amor, según un grabado de Boucher*. A la derecha hay una puerta que da al salón de baile. Se oye suavemente la músi­ca de recepción. Mistress Marchmont y lady Basildon, dos da­mas muy bellas, están sentadas en un sofa de estilo Luis XVI. Tienen figuras de exquisita fragilidad. Lo afectado de sus adema­nes posee un delicado encanto. A Watteau le hubiese gustado pintarlas.
* Haciéndose eco del antiguo ideal horaciano implícito en su ut pic­tura poesis (persona, cabría consignar aquí), Wilde establece plásticas analogías entre los personajes y obras pictóricas para describir a los pri­meros.

MISTRESS MAIZCHMONT. ––¿Irá a casa de los Hartlocks esta noche, Olivia?
LADY BASILDON. ––Supongo que sí. ¿Y usted?
MISTRESS MARCHMONT. ––Sí. Son horriblemente aburridas las fiestas que dan, ¿verdad?
LADY BASILDON. ––¡Horriblemente aburridas! Nunca sé por qué voy. Nunca sé por qué voy a ningún sitio.
MISTRESS MARCHMONT. ––Yo vengo aquí a éducarme.
LADY BASILDON. ––¡Ah! Odio que me eduquen.
MISTRESS MARCHMONT. ––Y yo. Le pone a una casi al nivel de las clases comerciales, ¿verdad? Pero la querida Gertrude Chiltern siempre me está diciendo que debo tener algún propósito serio en la vida. Así pues, vengo aquí a intentar encontrar uno.
LADY BASILDON. ––(Mirando a su alrededor a través de sus lentes.) No veo esta noche aquí a nadie al que se puede llamar propósito serio. El caballero que me ofreció el brazo para entrar a cenar no hizo más que hablarme de su esposa todo el tiempo.
MISTRESS MARCHMONT. ––¡Qué trivial!
LADY BASILDON. ––¡Terriblemente trivial! ¿De qué ha­blaba el que fue con usted?
MISTRESS MARCHMONT. ––De mí.
LADY BASILDON. ––(Lánguidamente.) ¿Y le interesaba?
MISTRESS MARCHMONT. ––(Moviendo la cabeza.) Ni por lo más remoto.
LADY BASILDON. ––¡Qué mártires somos, querida Margaret!
MISTRESS MARCHMONT. ––(Levantándose.) ¡Y qué bien nos sienta eso, Olivia! (Se levantan y van hacia el salón de música. El vizconde de NANJAC, un joven agregado conocido por sus corbatas y su anglomanía, se aproxima a ellas, se inclina para saludarlas y entra en la conversación.)
MASON. ––(Anunciando a los invitados desde lo alto de la escalera.) Míster y lady Jane Barford. Lord Caversham. (Entra lord Caversham, un viejo caballero de setenta años que lleva la banda y la estrella de la Jarretera *. Tiene aspecto de libe­ral. Recuerda mucho un retrato de Lawrence.)
* La orden de la jarretera, de reminiscencias artúricas y cuyo em­blema era una especie de media, fue fundada hacia 1350. Su lema era Hony Soyt Qui Mal Pense, es decir, «Vergüenza para aquel que guarda el mal en su mente».
LORD CAVERSHAM. ––¡Buenas noches, lady Chiltern! ¿Está aquí el inútil de mi hijo?
LADY CHILTERN. ––(Sonriendo.) Creo que lord Goring no ha llegado todavía.
MABEL CHILTERN. ––(Acercándose a lord Caversham.) ¿Por qué llama usted inútil a lord Goring? (Mabel Chíltern es un ejemplo perfecto del tipo de belleza inglesa, el tipo flor de manzano. Tiene toda la fragancia y libertad de una flor. Sus cabe­llos son como rayos de sol, y su pequeña boca, con los labios entre­abiertos, tiene una expresión expectante como la boca de un niño. Posee toda la fascinante tiranía de la juventud y el asombroso valor de la inocencia. A la gente de sano espíritu no le recuerda en modo alguno una obra de arte. Pero ella es realmente como una estatuilla de Tanagra y le molestaría mucho que se lo diesen.)
LORD CAVERSHAM. ––Porque lleva una vida de hol­gazán.
MABEL CHILTERN. ––¿Cómo puede decir tal cosa? Da un paseo en coche por el Row a las diez de la mañana, va a la ópera tres veces por semana, se cambia de traje por lo menos cinco veces al día y cena fuera todas las noches durante la temporada. ¿Le llama usted a esto vida de hol­gazán?
LORD CAVERSHAM. ––(Mirándola con una amable expre­sión.) ¡Es usted una joven encantadora!
MABEL CHILTERN. ––¡Qué amable es usted al decir eso, lord Caversham! Venga a vernos con más frecuencia. Ya sabe usted que estamos en casa siempre los miércoles. ¡Y está usted tan bien con su estrella!
LORD CAVERSHAM. ––Ahora no suelo ir a ningún sitio. Estoy harto de la sociedad de Londres. No me importa­ría que me presentasen a mi sastre; siempre vota a favor de las derechas. Pero me opondría por completo a cenar con la sombrerera de mi esposa. No he podido acostumbrar­me a los sombreros de lady Caversham.
MABEL CHILTERN. ––¡Oh! ¡Yo amo la sociedad de Londres! Opino que ha mejorado inmensamente. Ahora está compuesta enteramente de bellos idiotas y ocurren­tes lunáticos. Exactamente como debe ser una sociedad.
LORD CAVERSHAM. ––¡Hum! ¿Qué es Goring? ¿Bello idiota o lo otro?
MABEL CHILTERN. ––(Gravemente.) Por ahora me he visto obligada a poner a lord Goring en una clase para él solo. ¡Pero progresa encantadoramente!
LORD CAVERSHAM. ––¿En qué?
MABEL CHILTERN. ––(Con una pequeña reverencia.) ¡Espero hacérselo saber muy pronto, lord Caversham!
MASON. ––(Anuncíando.) Lady Markby. Mistress Cheveley. (Entran lady Markby y mistress Cheveley. Lady Markby es una mujer agradable y sencilla, con cabellos grises y buenos encajes. Mistress Cheveley, que la acompaña, es delgada y alta. Los labios muy finos y rojos como una línea escarlata en su pálido rostro. Cabello rojo, a estilo veneciano, nariz aguileña y cuello largo. El rojo acentúa su natural palidez. Ojos de un gris verdoso, de mira­da inquieta. Vestido color heliotropo, con diamantes. Parece algo así como una orquídea y atrae la curiosidad de cualquiera. Todos sus movimientos son extremadamente graciosos. Es una obra de arte, pero con influencias de demasiadas escuelas.)
LADY MARKBY. ––¡Buenas noches, querida Gertrude! Ha sido muy amable al permitirme traer a mi amiga mistress Cheveley. ¡Dos mujeres tan encantadoras deben conocerse!
LADY CHILTERN. ––(Avanza hacia mistress Cheveley con una dulce sonrisa. De repente se detiene y la saluda muy fría­mente.). Creo que mistress Cheveley y yo nos hemos visto ya antes. No sabía que se había casado por segunda vez.
LADY MARKBY. ––¡Ah! Hoy día la gente se casa tan a menudo como puede, ¿no? Está muy de moda. (A la duquesa de Maryborough.) Querida duquesa, ¿cómo está el duque? ¿Con el cerebro aún débil, supongo? Bueno, eso era de esperar, ¿verdad? Su buen padre era igual. No hay nada como la raza, ¿verdad?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Jugueteando con su abanico.) Pero ¿nos hemos visto antes realmente, lady Chiltern? No puedo recordar dónde. He estado fuera de Inglaterra mucho tiempo.
LADY CHILTERN. ––Fuimos a la escuela junta, mistress Cheveley.
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Sí? Lo he olvidado todo de mis días de colegiala.Tengo la vaga impresión de que fue­ron detestables.
LADY CHILTERN. ––(Fríamente.) ¡No me sorprende!
MISTRESS CHEVELEY. ––(Con tono dulce.) ¿Sabe usted que me gustaría muchísimo conocer a su inteligente esposo, lady Chiltern? Desde que entró en el Ministerio de Asuntos Exteriores se habla mucho de él en Viena. Han llegado a escribir correctamente su nombre en los periódicos. Eso en el continente es un gran éxito.
LADY CHILTERN. ––¡No creo que haya nada de común entre usted y mi marido, mistress Cheveley! (Se aleja de ella.)
VIZCONDE DE NANJAC. ––«Ah, chère madame, quelle surprise!» No la había vuelto a ver desde Berlín.
MISTRESS CHEVELEY. ––Desde Berlín no, vizconde. ¡Desde hace cinco años!
VIZCONDE DE NANJAC. ––Y está usted más joven y más bella que nunca. ¿Cómo lo consigue?
MISTRESS CHEVELEY. ––Teniendo por costumbre ha­blar con gente encantadora como usted.
VIZCONDE DE NANJAC. ––¡Ah! Me adula. Me unta usted con manteca, como dicen aquí.
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Eso dicen? ¡Qué horrible!
VIZCONDE DE NANJAC. ––Sí; tienen un maravilloso lenguaje. Debía ser más conocido. (Entra sir Robert Chiltern. Es un hombre de cuarenta años, pero parece más joven. Va completamente afeitado y tiene el pelo y las cejas de color negro. Posee una marcada personalidad. No es popular -pocas personalidades lo son-, pero es intensamente admirado por unos pocos y muy respetado por la mayoría. Su nota característi­ca es una perfecta distinción con un ligero toque de orgullo. Uno se da cuenta de que él sabe perfectamente la posición que se ha creado en la vida. Un temperamento nervioso con apariencia tran­quila. Su boca y su barbilla son firmes y contrastan con la expre­sión romántica de sus ojos profundos. Este contraste sugiere una separación casi completa de la pasión y el intelecto, como si el pensamiento y la emoción estuvieran cada cual en su propia esfe­ra por medio de una violenta voluntad. Se observa gran nervio­sismo en las aletas de su nariz y en sus manos pálidas y delga­das. Sería inadecuado llamarlo pintoresco. El pintoresquismo no podría sobrevivir en la Cámara de los Comunes. Pero a Van Dyck le hubiera gustado pintar su cabeza.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––Buenas noches, lady Markby. ¿Espero que habrá traído con usted a sir John?
LADY MARKBY. ––¡Oh! He traído a una persona mucho más encantadora que sir John. El carácter de sir John desde que ha tomado en serio la política se ha hecho intolerable. Realmente ahora que la Cámara de los Comunes está intentando ser útil está haciendo mucho mal.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Espero que no, lady Markby. Al menos hacemos lo posible por malgastar el tiempo del público. Pero ¿quién es esa persona tan encantadora que usted ha sido tan amable de traernos?
LADY MARYBY-¡Su nombre es mistress Cheveley! Una de las Cheveleys de Dorsetshire, supongo. Pero real­mente no lo sé. ¡Las familias están tan mezcladas hoy día! Realmente cualquier persona es ahora alguien.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Mistress Cheveley? Me pa­rece que conozco su nombre.
LADY MARKBY. ––Acaba de llegar de Viena.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Ah, sí! Ahora creo que sé quién es.
LADY MARKBY. ––¡Oh! Va a todas partes y cuenta unos escándalos encantadores sobre todos sus amigos. Real­mente debo ir a Viena el invierno próximo. Espero que habrá un buen cocinero en la embajada.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Y si no lo hay, habrá que destituir al embajador. Le ruego que me presente a mistress Cheveley. Me gustaría conocerla.
LADY MARKBY. ––(A místress Cheveley.) ¡Querida, sir Robert Chiltern se muere por conocerla!
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Inclinándose.) Todo el mundo se muere por conocer a la brillante mistress Cheveley. Nuestros agregados en Viena nos escriben mucho hablándonos de usted.
MISTRESS CHEVELEY. ––Gracias, sir Robert. Un en­cuentro que empieza con un cumplido seguro que ter­minará en una gran amistad. Yo ya conocía a lady Chiltern.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿De veras?
MISTRESS CHEVELEY-Sí. Ella me ha recordado que estuvimos juntas en la escuela. Ahora lo recuerdo perfec­tamente. Ella siempre obtenía el premio de buena con­ducta. ¡Recuerdo que siempre se lo llevaba ella!
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Sonriendo.) ¿Y qué premios se llevaba usted, mistress Cheveley?
MISTRESS CHEVELEY. ––Mis premios vinieron más tar­de en mi vida. No creo que obtuviera ninguno de buena conducta. ¡Lo he olvidado!
SIR ROBERT CHILTERN. ¡Estoy seguro de que serían por algo encantador!
MISTRESS CHEVELEY. ––No sé que nunca hayan re­compensado a las mujeres por ser encantadoras. ¡Creo que usualmente se las castiga por ello! Ciertamente hoy día las mujeres envejecen más gracias a la fidelidad de sus maridos que a otra cosa. Al menos ésa es la única forma de explicar lo terriblemente hurañas que parecen la ma­yoría de las mujeres bonitas de Londres.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Qué filosofia tan espanto­sa! Intentar clasificar a usted, mistress Cheveley, seria una impertinencia. Pero ¿puedo preguntarle si es usted opti­mista o pesimista? Éstas parecen las dos únicas religiones que se nos permiten hoy día.
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh! Ninguna de las dos co­sas. El optimismo empieza con una amplia risa y el pesi­mismo termina con unas gafas azules. Además, ambos son simplemente poses.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Prefiere ser natural?
MISTRESS CHEVELEY. ––A veces. Pero ésa es una pose muy dificil de mantener.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Qué dirían los modernos novelistas psicólogos, de los que tanto se habla, si nos oye­ran expresar semejante teoría?
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Ah! La fuerza de las mujeres proviene del hecho de que la filosofia no puede explicar­nos. Los hombres pueden ser analizados; las mujeres..., simplemente adoradas.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Cree usted que la ciencia no puede abordar el problema de las mujeres?
MISTRESS CHEVELEY. ––La ciencia no puede explicar lo irracional. Por eso no tiene porvenir en este mundo.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Y las mujeres representan lo irracional.
MISTRESS CHEVELEY. ––Las mujeres bien vestidas.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Con una cortés inclinación.) Temo no poder estar de acuerdo con usted en eso. Pero sentémonos.Y ahora dígame: ¿qué le ha hecho dejar su brillante Viena por nuestro sombrío Londres? ¿O es una pregunta indiscreta?
MISTRESS CHEVELEY. ––Las preguntas nunca son indis­cretas. Las respuestas a veces sí.
SIR ROBERT CHILTERN. Bueno; al menos ¿podré saber si ha sido la política o el placer?
MISTRESS CHEVELEY. ––La política es mi único placer. Hoy día no está de moda flirtear hasta los cuarenta años ni ser romántica hasta los cuarenta y cinco; así que nos­otras, las pobres mujeres que aún no hemos llegado a los treinta, o que no lo decimos, no podemos dedicarnos a otra cosa que a la política o a la filantropía.Y la filantro­pía me parece que ahora es simplemente el refugio de la gente que desea molestar a los demás. Prefiero la política. ¡Es más... conveniente!
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡La política es una noble carrera!
MISTRESS CHEVELEY. ––A veces.Y a veces es un juego inteligente, sir Robert.Y a veces un gran fastidio.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Y usted qué cree que es?
MISTRESS CHEVELEY. ––Una combinación de las tres. (Deja caer su abanico.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Lo recoge.) ¡Permítame!
MISTRESS CHEVELEY. ––Gracias.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Pero usted no me ha dicho aún lo que le ha hecho honrar a Londres con su pre­sencia tan de repente. Aquí casi ha terminado la tem­porada.
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh! ¡No me preocupa la temporada londinense! Es demasiado matrimonial. La gente se dedica a cazar maridos o a esconderse de ellos. Yo quería conocerlo a usted. Es completamente cierto. Usted sabe lo que es la curiosidad de una mujer. ¡Casi tan grande como la de un hombre! Quería conocerlo a toda costa y... pedirle que hiciera algo por mí.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Espero que no sea poca cosa, mistress Cheveley. Las cosas pequeñas son muy difi­ciles de hacer.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Después de un momento de refle­xión.) No, no creo que sea poca cosa.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Me alegro. Dígame lo que es.
MISTRESS CHEVELEY. ––Más tarde. (Se levanta.) Y ahora, ¿puedo pasear por su bella casa? He oído decir que sus cuadros son encantadores. El pobre barón Arnheim..., ¿recuerda al barón?..., solía decirme que tenía usted algu­nos Corots maravillosos.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Con un estremecimiento casi imperceptible.) ¿Conocía usted mucho al barón?
MISTRESS CHEVELEY-Íntimamente. ¿Y usted?
SIR ROBERT CHILTERN. ––En cierto momento.
MISTRESS CHEVELEY. ––Un hombre maravilloso, ¿verdad?
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Después de una pausa.) Era muy notable en muchos sentidos.
MISTRESS CHEVELEY. ––Creo que ha sido una lástima que no escribiese sus memorias. Hubieran sido muy inte­resantes.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Sí. Conocía bien a muchos hombres y a muchos países, como la vieja Grecia.
MISTRESS CHEVELEY. ––Sin la terrible desventaja de tener una Penélope esperándolo en casa.
MASON. ––Lord Goring. (Entra lord Goring. Treinta y cua­tro años, aunque él siempre dice ser más joven. Cara bien pare­cida, pero sin expresión. Es inteligente, pero no le gusta que crean que lo es. Muy elegante. Se disgustaría sí lo llamasen romántico. Juega con la vida y está en relaciones perfectamente buenas con el mundo. Le agrada ser incomprensible. Eso le da una ventaja.)
SIR ROBERT CHILTERN. ¡Buenas noches, querido Arthur! Mistress Cheveley, permítame que le presente a lord Goring, el hombre más desocupado de Londres.
MISTRESS CHEVELEY. ––Ya conozco a lord Goring.
LORD GORING. ––(Inclinándose.) Creí que no me re­cordaría, mistress Cheveley.
MISTRESS CHEVELEY. ––Mi memoria es admirable. Y usted, ¿sigue aún soltero?
LORD GORING. ––Yo... eso creo.
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Qué romántico!
LORD GORING. ––¡Oh! No soy romántico en modo alguno. Aún no soy lo bastante viejo. Dejo el romanticis­mo para los que son más viejos que yo.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Lord Goring es el resultado del club de Boodle, mistress Cheveley.
MISTRESS CHEVELEY. ––Eso acredita la institución.
LORD GORING. ––¿Puedo preguntarle si va a estar mucho tiempo en Londres?
MISTRESS CHEVELEY. ––Eso depende en parte del tiem­po, en parte de los cocineros y en parte de sir Robert.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Espero que no irá usted a meternos en una guerra europea?
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Por ahora no hay peligro! (Le hace un gesto divertido a lord Goring y sale con sir Robert Chiltern. Lord Goring se dirige hacia Mabel Chiltern.)
MABEL CHILTERN. ––¡Llega usted muy tarde!
LORD GORING. ––¿Ha notado mi falta?
MABEL CHILTERN. ––Muchísimo.
LORD GORING. ––Entonces siento no haber tardado más. Me gusta que noten mi falta.
MABEL CHILTERN. ––¡Qué egoísta es usted!
LORD GORING. ––Soy muy egoísta.
MABEL CHILTERN. ––Siempre me dice usted sus malas cualidades, lord Goring.
LORD GORING. ––¡Y aún sólo le he dicho la mitad, miss Mabel!
MABEL CHILTERN. ––¿Las otras son muy malas?
LORD GORING. ––¡Horribles! Cuando pienso en ellas por la noche, me duermo inmediatamente.
MABEL CHILTERN. ––Bueno, pues me agradan sus malas cualidades. No debe dejar de tener ninguna de ellas.
LORD GORING. ––¡Qué encantadora es usted! Siempre lo es. A propósito, quiero hacerle una pregunta, miss Mabel. ¿Quién ha traído a mistress Cheveley? ¿Esa mujer del vesti­do color heliotropo que salía ahora con su hermano del salón?
MABEL CHILTERN. ¡Oh! Creo que la ha traído lady Markby. ¿Por qué lo pregunta?
LORD GORING. ––No la había visto desde hace años, eso es todo.
MABEL CHILTERN. ––¡Qué absurda razón!
LORD GORING. ––Todas las razones son absurdas.
MABEL CHILTERN. ––¿Qué clase de mujer es?
LORD GORING. ––¡Oh! ¡Un genio por el día y una belleza por la noche!
MABEL CHILTERN. Ya me disgusta.
LORD GORING. Eso muestra su admirable buen gusto.
VIZCONDE DE NANJAC. ––(Acercándose.) ¡Ah! Las jóve­nes inglesas son el dragón del gusto, ¿verdad? Lo son por completo.
LORD GORING. ––Eso nos dicen siempre los periódicos.
VIZCONDE DE NANJAC. ––Yo leo todos los periódicos ingleses. Los encuentro muy divertidos.
LORD GORING. ––Entonces, mi querido Nanjac, cier­tamente debe de leerlos entre líneas.
VIZCONDE DE NANJAC. ––Me gustaría, pero mi profe­sor se opone. (A Mabel Chiltern.) ¿Puedo tener el placer de acompañarla al salón de música, «mademoiselle»?
MABEL CHILTERN. ––(Disgustada.) ¡Encantada, vizcon­de, encantada! (Volvíéndose a lord Goring.) ¿No viene usted al salón de música?
LORD GORING. ––No, si es que están tocando, miss Mabel.
MABEL CHILTERN. ––(En tono severo.) La música es en alemán. No la entendería usted. (Sale con el vizconde de NANJAC. Lord Caversham se acerca a su hijo.)
LORD CAVERSHAM. ––¡Bueno, amigo! ¿Qué haces aquí? ¡Pasando el tiempo, como de costumbre! Deberías estar en la cama, amiguito. ¡Te acuestas demasiado tarde! ¡Me han dicho que la otra noche estuviste bailando en casa de lady Rufford hasta las cuatro de la madrugada!
LORD GORING. ––Sólo hasta las cuatro menos cuarto, papá.
LORD CAVERSHAM. ––No sé cómo puedes aguantar a la sociedad londinense. Es algo como para echárselo a los perros. Un montón de endemoniadas nulidades que hablan de naderías.
LORD GORING. ––Me gusta hablar de naderías, papá. Es la única cosa sobre la que sé algo.
LORD CAVERSHAM. ––Me parece que vives entera­mente para el placer.
LORD GORING. ––¿Para qué otra cosa se puede vivir, papá? Nada envejece tanto como la felicidad.
LORD CAVERSHAM. ––No tienes corazón, amigo, no tienes corazón.
LORD GORING. ––No creo eso, papá. ¡Buenas noches, lady Basildon!
LADY BASILDON. ––(Arqueando sus dos preciosas cejas.) ¿Está usted aquí? No tenía idea de que asistía a las re­uniones de política.
LORD GORING. ––Las adoro. Son el único sitio en donde la gente no habla de política.
LADY BASILDON. ––Me agrada hablar de política. Hablo todo el día. Pero no puedo soportar el escuchar. No sé cómo pueden aguantar esos largos debates los miembros de la Cámara.
LORD GORING. ––Porque nunca escuchan.
LADY BASILDON. ––¿De veras?
LORD GORING. ––(En su más serio tono.) Naturalmente. Es algo muy peligroso escuchar. Si uno escucha, lo pueden convencer; y un hombre que permite que lo convenzan con argumentos es una persona de los más irracional.
LADY BASILDON. ––¡Ah! Eso explica a los hombres que nunca he entendido, y también a las mujeres que no son apreciadas por sus maridos.
MISTRESS MARCHMONT. ––(Con un suspiro.) Nuestros maridos nunca nos aprecian. ¡Tenemos que recurrir a otros hombres por eso!
LADY BASILDON. ––(Enfáticamente.) Sí, siempre tenemos que hacer eso, ¿verdad?
LORD GORING. ––(Sonriendo.) ¡Y que digan eso las mujeres que tienen los más admirables maridos de Londres!
MISTRESS MARCHMONT. ––Eso es exactamente lo que no podemos soportar. Mi Reginald no tiene ningún defecto. ¡Por eso a veces es inaguantable! No siento ni la más pequeña emoción cuando estoy con él.
LORD GORING. ––¡Qué terrible! Realmente ese asun­to debía ser más conocido.
LADY BASILDON. ––Basildon es igual de malo; es tan hogareño como si estuviese soltero.
MISTRESS MARCHMONT. ––(Cogiendo la mano a lady Basildon) ¡Mi pobre Olivia! Nos hemos casado con mari­dos perfectos y somos castigadas por ello.
LORD GORING. ––Yo pensaría que eran sus maridos los castigados.
MISTRESS MARCHMONT. ––¡Oh, no, querido! ¡Ellos son los más felices del mundo! Y en cuanto a confiar en nosotras, confían tanto que es ya algo trágico.
LADY BASILDON. ––¡Perfectamente trágico!
LORD GORING. --¿O cómico, lady Basildon?
LADY BASILDON. ––Cómico no, lord Goring. ¡Qué poco amable es usted al decir tal cosa!
MISTRESS MARCHMONT. ––Temo que lord Goring esté en el campo enemigo, como de costumbre; lo vi hablar con esa mistress Cheveley cuando entró.
LORD GORING. ––¡Bella mujer mistress Cheveley!
LADY BASILDON. ––Por favor, no ensalce a otras muje­res en nuestra presencia. ¡Debía haber esperado a que lo hiciésemos antes nosotras!
LORD GORING. ––He esperado.
MISTRESS MARCHMONT. ––Bueno, no íbamos a en­salzarla. Me han dicho que fue a la ópera el lunes por la noche y le dijo a Tommy Rufford durante la cena que, por lo que ella podía ver, la sociedad londinense estaba compuesta enteramente por repelentes y por ele­gantes.
LORD GORING. ––Tenía razón. Los hombres son todos repelentes y las mujeres todas elegantes, ¿no?
MISTRESS MARCHMONT. ––(Después de una pausa.) ¡Oh! ¿No pensará usted que es eso lo que quería decir mistress Cheveley?
LORD GORING. ––¡Naturalmente! Y es algo muy sen­sato. (Entra Mabel Chiltern. Se une al grupo.)
MABEL CHILTERN. ––¿Por qué están hablando de mistress Cheveley? ¡Todos hablan de mistress Cheveley! Lord Goring, dice... ¿Qué dice usted sobres mistress Cheveley, lord Goring? ¡Oh! Ya recuerdo: es un genio por el día y una belleza por la noche.
LADY BASILDON. ––¡Que horrible combinación! ¡Tan poco natural!
MISTRESS MARCHMONT. ––(Con un gesto soñador.) ¡Me gusta mirar a los genios y escuchar a las bellezas!
LORD GORING. ¡Ah! ¡Qué morbosa es usted, mis­tress Marchmonf
MISTRESS MARCHMONT. ––(Con verdadero gozo.) Me alegro de oírlo decir eso. Marchmont y yo estamos casados desde hace siete años y nunca me ha dicho que era morbosa. Los hombres son muy malos observa­dores.
LADY BASILDON. ––Siempre he dicho, querida Mar­garet, que era usted la persona más morbosa de Londres.
MISTRESS MÀRCHMONT. ––¡Ah! ¡Usted siempre tan simpática, Olivia!
MABEL, CHILTERN. ––¿Es morboso tener ganas de comer? Yo tengo muchas. Lord Goring, ¿quiere acompañarme a cenar?
LORD GORING. ––Con placer, miss Mabel. (Se separa del grupo)
MABEL, CHILTERN. ––¡Qué horrible ha estado usted! ¡No me ha hablado en todo el tiempo!
LORD GORING. ––¿Cómo iba a hacerlo? Se fue usted con ese niño diplomático.
MABEL, CHILTERN. ––Podía habernos seguido. Hubiera sido agradable. ¡No creo que esta noche me guste usted!
LORD GORING. ––¡Usted me gusta inmensamente!
MABEL, CHILTERN. ––¡Bueno, pues me agradaría que lo demostrase más! (Bajan la escalera.)
MISTRESS MARCHMONT. ––Olivia, tengo una curiosa sensación de debilidad. Creo que me gustaría mucho cenar. Sí, me gustaría.
LADY BASILDON. ––¡Yo me muero por cenar, Margaret!
MISTRESS MARCHMONT. ––Los hombres son terrible­mente egoístas; nunca piensan en esas cosas.
LADY BASILDON. ––¡Los hombres son enormemente materialistas, enormemente materialistas! (El vizconde de NANJAC entra con algunos invitados. Vienen del salón de música. Después de examinar cuidadosamente a todos los presentes, el vizconde se dirige a lady Basildon.)
VIZCONDE DE NANJAC-¿Puedo tener el honor de acompañarla a cenar, condesa?
LADY BASILDON. ––(Fríamente.) Nunca ceno; gracias, vizconde. (El vizconde va a retirarse. Lady Basildon se da cuen­ta, se levanta rápidamente y lo coge del brazo). Pero iré con usted encantada.
VIZCONDE DE NANJAC. ––¡Me gusta comer! Soy muy inglés en todos mis gustos.
LADY BASILDON. ––Parece completamente inglés, viz­conde, completamente inglés. (Salen. Míster Montfor, un joven muy elegante, se aproxima a mistress Marchmont.)
MíSTER MONTFORD. ––¿Le gustaría ir a cenar, mistress Marchmont?
MISTRESS MARCHMONT. ––(Lánguidamente.) Gracias, míster Montford, nunca ceno. (Se levanta y lo coge del brazo.) Pero me sentaré junto a usted para observarlo.
MISTER MONTFORD. ––No me gusta que me obser­ven cuando estoy comiendo.
MISTRESS MARCHMONT. Entonces observaré a cual­quier otro.
MISTER MONTFORD. ––Eso me gustaría menos.
MISTRESS MARCHMONT. ––(En tono severo.) ¡Le ruego, míster Montford, que no me haga estas penosas escenas de celos en público! (Bajan las escaleras con los otros invitados, cruzán­dose con sir Robert Chiltem y mistress Cheveley, que ahora entran.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Va usted a ir a alguna de nuestras casas de campo antes de abandonar Inglaterra, mistress Cheveley?
MISTRESS CHEVELEY. ¡Oh, no! No puedo soportar sus fiestas campestres. En Inglaterra actualmente la gen­te intenta ser ocurrente durante el desayuno. ¡Eso es horroroso! Sólo los estúpidos intentan ser ocurrentes durante el desayuno. También está allí siempre el fantas­ma familiar leyendo las oraciones familiares. Mi estancia en Inglaterra realmente depende de usted, sir Robert. (Se sienta en el sofá.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Sentándose junto a ella.) ¿En serio?
MISTRESS CHEVELEY. ––Completamente en serio. Quiero hablar con usted sobre un gran asunto político y financiero; sobre la Compañía Argentina del Canal.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Qué tema tan práctico y tan aburrido para que sea usted la que hable de él, mis­tress Cheveley!
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh! Me gustan los temas prácticos y aburridos. Lo que no me gusta es la gente práctica y aburrida. Hay una gran diferencia. Además, sé que usted está interesado en el asunto del canal inter­nacional. Era usted el secretario de lord Radley cuan­do el Gobierno compró las acciones del canal de Suez, ¿verdad?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Sí. Pero el canal de Suez era una empresa muy grandiosa y espléndida. Nos daba una ruta directa para la India. Tenía gran valor para el impe­rio. Era necesario que estuviese bajo nuestro control. Ese proyecto argentino es una vulgar estafa bursátil.
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Una especulación, sir Robert! Una brillante y osada especulación.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Créame mistress Cheveley, es una estafa. Llamemos a las cosas por su propio nom­bre. Eso las simplifica. En el Ministerio tenemos toda la información sobre el asunto. En realidad yo envié una comisión especial para investigar el asunto privadamen­te y me dijeron que los trabajos apenas habían empeza­do, y en cuanto al dinero ya suscrito, nadie parecia sa­ber qué se había hecho de él. Todo esto es como un segundo Panamá, y tiene la cuarta parte de posibilidades de éxito que tuvo aquel otro endemoniado asunto. Es­pero que no haya invertido usted nada en él. Estoy segu­ro de que es usted demasiado inteligente para hacer eso.
MISTRESS CHEVELEY. ––He invertido mucho dinero en ese proyecto.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Quién la indujo a hacer tal tontería?
MISTRESS CHEVELEY. ––Un viejo amigo suyo... y mío.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Quién?
MISTRESS CHEVELEY. ––El barón Arnheim.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Frunciendo el ceño.) ¡Ah, sí! Recuerdo haber oído, cuando murió, que había estado mezclado en todo ese asunto.
MISTRESS CHEVELEY. ––Esa fue su última aventura. Su penúltima, para ser justos.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Levantándose.) Pero no ha visto usted todavía mis Corots. Están en el salón de músi­ca. Los Corots parecen ir con la música, ¿verdad? ¿Puedo enseñárselos ahora?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Moviendo la cabeza) No estoy de humor esta noche para ver plateados amaneceres ni rosadas puestas de sol. Quiero hablar de negocios. (Le hace una señal con su abanico para que se siente junto a ella.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––Temo no poder darle nin­gún consejo, mistress Cheveley, excepto el de que se inte­rese por algo menos peligroso. El éxito del canal depen­de, desde luego, de la actitud de Inglaterra, y yo voy a exponer el informe de los comisarios en la Cámara ma­ñana por la noche.
MISTRESS CHEVELEY. ––No debe hacer eso. En su pro­pio interés, sir Robert, no ya en el mío, no debe hacer eso.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Mirándola asombrado.) ¿En mi propio interés? Mi querida mistress Cheveley, ¿qué quiere decir? (Se sienta junto a ella.)
MISTRESS CHEVELEY. ––Sir Robert, voy a ser comple­tamente franca con usted. Quiero que omita el informe que piensa leer en la Cámara, diciendo que cree que los comisarios tenían algún prejuicio, estaban mal informa­dos o algo por el estilo. Después quiero que diga unas palabras para que el Gobierno vuelva a considerar la cues­tión, explicando que tiene usted alguna razón para creer que el canal, si se terminase, tendría un gran valor inter­nacional. Usted sabe la clase de cosas que dicen los minis­tros en casos como éste. Unas cuantas tonterías pueden servir. En la vida moderna nada produce tanto efecto como una buena tontería. ¿Hará eso por mí?
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Mistress Cheveley, no puede usted hablar en serio al hacerme esa proposición!
MISTRESS CHEVELEY. ––Hablo completamente en serio.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Fríamente.) Le ruego que me permita no creerlo.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Hablando con gran énfasis.) ¡Ah! Hablo en serio. Y si hace lo que le pido, yo... le pagaré muy bien.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Pagarme!
MISTRESS CHEVELEY. ––Sí.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Temo no entender lo que quiere usted decir.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Reclinándose en el sofá y mirán­dolo.) ¡Qué fastidio! Y yo que he venido de Viena para entenderme con usted.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Lo siento, pero no la entiendo.
MISTRESS CHEVELEY. ––(En tono despreocupado.) Mi querido sir Robert, usted es un hombre de mundo y tiene su precio, supongo... Hoy día todo el mundo lo tiene. Lo malo es que la mayoría de la gente es horrible­mente cara.Yo sé que lo soy. Espero que será usted más razonable.
SIR ROBERT CHILTERNV. ––(Se levanta indignado.) Si me lo permite, mandaré llamar a su coche. Ha vivido mucho tiempo en el extranjero, mistress Cheveley, y parece no darse cuenta de que está hablando con un caballero inglés.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Lo retiene tocándolo con su aba­nico.) Me doy cuenta de que estoy hablando con un hom­bre que hizo su fortuna vendiéndole a un especulador de la bolsa un secreto de estado.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Mordiéndose el labio.) ¿Qué quiere decir?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Levantándose y mirándolo de frente.) Quiero decir que conozco el verdadero origen de su fortuna y su carrera, y también que tengo su carta.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Qué carta?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Con desprecio.) La carta que le escribió al barón Arnheim cuando era usted secretario de lord Radley, en la que le decía al barón que comprase acciones del canal de Suez... Una carta escrita tres días antes que el Gobierno anunciase su pública subasta.
SIR ROBERT CHU.TERN. ––(Roncamente.) Eso no es cierto.
MISTRESS CHEVELEY. ––Creyó usted que la carta fue destruida. ¡Qué tonto! Está en mi poder.
SIR ROBERT CHILTERN. ––El asunto al que usted alude no fue más que una especulación. La Cámara de los Comunes aún no había acordado nada; podía haber sido rechazada la propuesta.
MISTRESS CHEVELEY. ––Fue una estafa, sir Robert. Llamemos a las cosas por su propio nombre. Esto las sim­plifica.Y ahora yo voy a venderle esa carta, y el precio que le pido es su apoyo al asunto de Argentina. Usted hizo su fortuna por un canal. ¡Debe usted ayudarnos a mis ami­gos y a mí a hacer la nuestra por otro!
SIR ROBERT CHILTERN. ¡Es infame! Lo que usted me propone es infame.
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh, no! Éste es el juego de la vida, tal y como todos lo jugamos más pronto o más tarde.
SIR ROBERT CHILTERN. ––No puedo hacer lo que me pide.
MISTRESS CHEVELEY. ––Querrá decir que no puede evitar el tener que hacerlo. Usted sabe que está al borde de un precipicio. Y no puede poner condiciones. Tiene que aceptarlas. Suponiendo que se niegue...
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Qué pasaría entonces?
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Mi querido sir Robert, sería su ruina! Eso es todo. Recuerde hasta dónde lo ha eleva­do su puritanismo en Inglaterra. Antes nadie pretendía ser mejor que su vecino. En realidad, al que era un poco mejor que su vecino se le consideraba excesivamente vul­gar y de clase media. Hoy día, con la manía moderna de la moralidad, todos tienen que conservar fama de pureza, incorruptibilidad y las otras siete virtudes... ¿Y cuál es el resultado? Van cayendo ustedes como los bolos... uno tras otro. No pasa un año en Inglaterra sin que alguien se hunda. Los escándalos daban encanto a un hombre, o al menos le hacían interesante... Ahora lo aplastan.Y el suyo es un escándalo muy feo. No podría usted sobrevivir a él. Si se supiera que un joven, secretario de un importante ministro, vendió un secreto de Estado por una gran suma de dinero, la cual fue el origen de su carrera y su fortuna, usted sería arrojado fuera de la vida pública, desaparecería completamente.Y después de todo, sir Robert, ¿por qué va a sacrificar su porvenir en vez de tratar diplomática­mente con su enemiga? Por el momento, yo soy su ene­miga. ¡Lo admito! Y soy mucho más fuerte que usted. Los grandes batallones están de mi parte. Tiene usted una espléndida posición, pero por eso mismo es muy vul­nerable. ¡No puede defenderla!, y yo estoy atacando. Naturalmente, no le he hablado de moralidad. Debe admitir que tengo delicadeza. Hace años llevó usted a cabo un asunto inteligentemente y sin escrúpulos; fue un gran éxito. Consiguió fortuna y posición. Y ahora tiene que pagar por ello. Más pronto o más tarde todos tene­mos que pagar por lo que hemos hecho. Usted tiene que pagar ahora. Esta noche, antes que nos separemos, usted me habrá prometido suprimir su informe y hablar en la Cámara en favor de ese proyecto.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Lo que me pide es imposible.
MISTRESS CHEVELEY. ––Debe ser posible. Usted lo hará posible. Sir Robert, ya sabe cómo son los periódicos ingleses. Suponga que al dejar esta casa voy a la oficina de algún periódico y les cuento este escándalo, dándoles pruebas de él. Piense en su odiosa alegría, en el deleite que les causará el hundirlo a usted. Piense en el hipócri­ta de grasienta sonrisa confeccionando su artículo y eli­giendo unos sabrosos titulares.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Cállese! ¿Quiere que retire el informe y diga un corto discurso, explicando que creo que hay posibilidades en su proyecto?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Sentándose en el sofá) Ésas son mis condiciones.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(En voz baja.) Le daré el dinero que desee.
MISTRESS CHEVELEY. ––No sería lo bastante rico, sir Robert, para comprar su pasado. Ningún hombre lo es.
SIR ROBERT CHILTERN. ––No haré lo que me pide. No lo haré.
MISTRESS CHEVELEY. ––Lo hará. Si no... (Se levanta del sofá.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Nervioso.) ¡Espere un mo­mento! ¿Qué se propone? Dijo que me daría mi carta, ¿verdad?
MISTRESS CHEVELEY. ––Sí. Es lo justo. Estaré mañana por la noche en la galería de las señoras a las ocho y media. Si a esa hora, y no le habrán faltado oportunida­des, ha actuado en la Cámara de la forma que yo deseo, le devolveré su carta con mis más efusivas gracias. Intento jugar limpio con usted. Siempre se debía jugar limpio... cuando se tienen los triunfos. El barón me enseñó eso... entre otras cosas.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Debe usted darme tiempo para considerar su proposición.
MISTRESS CHEVELEY. ––No. ¡Debe usted decidir ahora!
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Déme una semana!... ¡Tres días!
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Imposible! Debo telegrafiar a Viena esta noche.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Dios mío! ¿Qué le habrá traído a usted a mi vida?
MISTRESS CHEVELEY. ––Las circunstancias. (Va hacia la puerta.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––No se vaya. Accedo. No presentaré el informe. Me las arreglaré para que me hagan una pregunta sobre el asunto.
MISTRESS CHEVELEY. ––Gracias. Sabía que llegaríamos a un acuerdo amistoso. Entendí su carácter desde el prin­cipio. Lo analicé.Y ahora puede mandar que llamen a mi coche, sir Robert.Veo que la gente va a cenar, y los ingle­ses siempre se ponen románticos después de una comida, y eso me aburre terriblemente. (Sale sir Robert Chiltern. Entran lady Chiltern, lady Markby, lord Coversham, lady Basildon, mistress Marchmont, el vízconde de Nanjac y mister Montford.)
LADY MARKBY. ––Bueno, querida mistress Cheveley, espero que se haya divertido. Sir Robert es muy entrete­nido, ¿verdad?       ,
MISTRESS CHEVELEY. ––¡De lo más entretenido! Lo he pasado muy bien hablando con él.
LADY MARKBY. ––Ha llevado una carrera muy brillan­te. Y se ha casado con una mujer admirable. Lady Chiltern posee los más elevados principios. Ahora soy demasiado vieja para molestarme en dar buen ejemplo, pero siempre admiro a la gente que lo hace. Y lady Chiltern es muy noble, aunque sus fiestas son muy aburridas a veces. Pero no se puede tener todo, ¿verdad? Y ahora debo irme. La visitaré mañana.
MISTRESS CHEVELEY. ––Gracias.
LADY MARYBY. ––Podemos dar un paseo en coche por el parque a las cinco. ¡Todo es tan fragante ahora en el parque!
MISTRESS CHEVELEY. ¡Excepto la gente!
LADY MARKBY. ––Quizá la gente esté un poco cansa­da. Muchas veces he observado que según va pasando la temporada produce una especie de ablandamiento cere­bral. Sin embargo, creo que cualquier cosa es mejor que el cansancio intelectual. Es lo que peor sienta. Agranda considerablemente la nariz de las muchachas jóvenes. Y no hay nada tan dificil para casarse como una nariz gran­de; a los hombres no les gusta. ¡Buenas noches, querida! (A lady Chiltern.) ¡Buenas noches, Gertrude! (Sale del brazo de lord Caversham.)
MISTRESS CHEVELEY-¡Qué encantadora casa tiene usted, lady Chiltern! He pasado un rato delicioso. Ha sido muy interesante conocer a su marido.
LADY CHILTERN. ––¿Por qué deseaba usted conocer a mi marido, mistress Cheveley?
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh! Se lo diré. Quería que se tomase interés por el proyecto del canal argentino, del cual supongo que habrá usted oído hablar. Lo he encontrado muy atento a mis razones. Cosa rara en un hombre. Lo he con­vencido en diez minutos.Va a dar un discurso mañana por la noche en la Cámara en favor de la idea. ¡Debemos ir a oírlo a la galería de las señoras! ¡Será un gran momento!
LADY CHILTERN. ––Debe de haber algún error. Mi marido no puede defender ese proyecto.
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh! Le aseguro que sí. Ahora no lamento mi aburrido viaje desde Viena. Ha sido un gran éxito. Pero, desde luego, durante las próximas veinti­cuatro horas será un secreto.
LADY CHILTERN. ––¿Un secreto? ¿Entre quienes?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Con un gesto alegre en los ojos.) Entre su marido y yo.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Entrando.) ¡Su coche está aquí, mistress Cheveley!
MISTRESS CHEVELEY. ––Gracias. ¡Buenas noches, lady Chiltern! ¡Buenas noches, lord Goring! Estoy en el Claridge. ¿No cree que podría usted dejar allí una tarjeta?
LORD GORING. ––Si usted lo desea, mistress Cheveley...
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh! No se ponga tan solem­ne o me veré obligado a dejarle una tarjeta yo a usted. En Inglaterra supongo que eso no estaría en «regle». En el extranjero somos más civilizados. ¿Me acompaña usted abajo, sir Robert? ¡Ahora que vamos a tener los mismos intereses supongo que seremos grandes amigos! (Sale del brazo de sir Robert Chiltern. Lady Chiltern va hacia la escale­ra para verlos bajar. Su expresión es inquieta. Al poco rato se une a otros invitados y pasa con ellos a otro salón.)
MABEL CHILTERN. ––¡Qué horrible mujer!
LORD GORING. ––Debería irse a la cama, miss Mabel.
MABEL CHILTERN. ––¡Lord Goring!
LORD GORING. ––Mi padre me decía hace una hora que me fuese a la cama. No sé por qué no puedo darle a usted el mismo consejo. Siempre comunico los buenos consejos. Es lo único que se puede hacer con ellos. A uno nunca le son útiles.
MABEL CHILTERN. ––Lord Goring, siempre está diciéndome que me vaya de la habitación. Creo que es una osadía. Especialmente cuando todavía faltan horas para que me vaya a la cama. (Va hacia el sofá.) Puede venir a sentarse, si quiere, para hablar de algo que no sea la Real Academia, mistress Cheveley o las novelas en dialecto escocés. No son temas apropiados. (Se da cuenta de que hay algo sobre el sofá, medio escondido por los almohadones.) ¿Qué es esto? ¡A alguien se le ha caído un broche de diaman­tes! ¡Qué bello es! (Se lo enseña.) Desearía que fuera mío, pero Gertrude no me deja llevar nada más que perlas, y ya estoy harta de ellas. Me hacen parecer fea, buena e inte­lectual. Me pregunto a quién podría pertenecer este broche.
LORD GORING. ––Yo me pregunto a quién se le habrá caído.
MABEL CHILTERN. ––Es un bonito broche.
LORD GORING. ––Es un bonito brazalete.
MABEL CHILTERN. ––No es brazalete, es un broche.
LORD GORING. ––Se puede usar como brazalete. (Lo coge, saca una tarjetera verde, guarda cuidadosamente la joya en ella y se mete toda en el bolsillo con la más perfecta calma.)
MABEL CHILTERN. ––¿Qué está haciendo?
LORD GORING. ––Miss Mabel, voy a hacerle un extra­ño ruego.
MABEL CHILTERN. ––¡Oh, sí, hágamelo! He estado esperándolo toda la noche.
LORD GORING. ––(Se sorprende, pero se recobra inmediata­mente.) No le diga a nadie que me he quedado con este broche. Si alguien lo reclama, hágamelo saber al mo­mento.
MABEL CHILTERN. ––Es un extraño ruego.
LORD GORING. ––Bueno, yo le regalé este broche a alguien hace años.
MABEL CHILTERN. ––¿De veras?
LORD GORING. ––Sí. (Entra lady Chiltern sola. Los otros invitados se han ido.)
MABEL CHILTERN. ––Entonces buenas noches. ¡Buenas noches, Gertrude!
MABEL CHILTERN. ––¡Buenas noches, querida! (A lord Goring.) ¿Vio a quién trajo lady Markby esta noche?
LORD GORING. ––Sí. Fue una sorpresa desagradable. ¿Para qué vino aquí?
LADY CHILTERN. ––Aparentemente para intentar conseguir la colaboración de Robert en un proyecto fraudulento en el que ella está interesada. El canal ar­gentino.
LORD GORING. ––Se ha equivocado de hombre, ¿verdad?
LADY CHILTERN. ––Ella es incapaz de comprender un carácter honrado como el de mi marido.
LORD GORING. ––Sí. Creo que no lo pasaría bien si intentase enredar en su trama a Robert. Es extraordinario los grandes errores que cometen las mujeres inteligentes.
LADY CHILTERN. ––A esa mujer yo no la llamaría inte­ligente. ¡La llamaría estúpida!
LORD GORING. ––Muchas veces ambas cosas son lo mismo. ¡Buenas noches, lady Chiltern!
LADY CHILTERN. ––¡Buenas noches! (Entra sir Robert Chiltern.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––Mi querido Arthur, ¿no te marcharás ya? ¡Quédate un poco más!
LORD GORING. ––Lo siento, pero no puedo. He pro­metido darme una vuelta por casa de los Hortlocks. Creo que han contratado un conjunto húngaro. Hasta pronto. ¡Adiós! (Sale.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Qué bella estás esta noche, Gertrude!
LADY CHILTERN. Robert, eso no es cierto, ¿verdad? ¿No vas a omitir tu informe sobre esa especulación argentina? ¡No puedes hacerlo!
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Estremeciéndose.) ¿Quién te ha dicho que yo iba a hacer eso?
LADY CHILTERN. ––Esa mujer que acaba de salir: mis­tress Cheveley, como se hace llamar ahora. Parecía mofar­se de mí. Robert, yo conozco a esa mujer. Tú no. Fuimos juntas a la escuela. Ella era mentirosa, deshonesta, ejercía una mala influencia sobre todos los amigos que conseguía tener. La odio, la desprecio. Robaba cosas, era una ladro­na. Fue expulsada por robar. ¿Por qué has dejado que influya sobre ti?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Gertrude, lo que tú me dices puede ser cierto, pero ocurrió hace muchos años. ¡Es mejor olvidar! Mistress Cheveley puede haber cambiado desde entonces. Nadie debe ser juzgado sólo por su pasado.
LADY CHILTERN. ––(Tristemente.) El pasado de una per­sona es igual que esa persona. Es la única forma de poder juzgar a la gente.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Eres cruel al decir eso, Gertrude!
LADY CHILTERN. ––Es una cosa cierta, Robert. ¿Qué quería decir al jactarse de que había conseguido tu apoyo y el apoyo de tu nombre para una cosa que yo te he oído describir como el más deshonesto y fraudulento proyec­to que ha habido en el mundo político?
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Mordiéndose el labio.) Estaba en un error. Todos podemos tener errores.
LADY CHILTERN. ––Pero tú me dijiste ayer que habías recibido el informe de la comisión, el cual condenaba enteramente el asunto.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Paseando de un lado para otro.) Ahora tengo razones para creer que la comisión tenía algún prejuicio o, al menos, estaba mal informada.Además, Gertrude, la vida pública y la privada son dos cosas diferentes.Tienen diferentes leyes y se mueven en ambientes diferentes.
LADY CHILTERN. ––Ambas deben representar al hom­bre. No veo diferencia entre ellas.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Deteniéndose.) En el presen­te caso es un asunto de política práctica y yo he cambia­do de opinión. Eso es todo.
LADY CHILTERN. ––¡Todo!
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Duramente.) ¡Sí!
LADY CHILTERN. ––¡Robert! ¡Oh! Es horrible que tenga que hacer una pregunta como ésta... Robert, ¿me estás diciendo toda la verdad?
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Por qué me haces esa pre­gunta?
LADY CHILTERN. ––(Después de una pausa.) ¿Por qué no la contestas?
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Sentándose.) Gertrude, la verdad es una cosa muy compleja y la política es un nego­cio muy complejo. Uno pude tener ciertas obligaciones con la gente, que debe cumplir. En la vida política, más pronto o más tarde, uno tiene un compromiso.A todos les ocurre.
LADY CHILTERN. ––¿Compromiso? Robert, ¿por qué hablas esta noche de una forma tan distinta a la que yo siempre te he oído? ¿Por qué has cambiado?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Las circunstancias alteran las cosas.
LADY CHILTERN. ––Las circunstancias no alteran los principios.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Pero si yo te dijera...
LADY CHILTERN. ––¿Qué?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Que esto es necesario, vital­mente necesario.
LADY CHILTERN. ––Nunca puede ser necesario hacer lo que no es honrado. O si fuera necesario, entonces ¿qué es lo que he amado yo? Pero no es así, Robert; dime que no. ¿Por qué iba a serlo? ¿Qué ibas a ganar? ¿Dinero? ¡No lo necesitamos! Y el dinero que viene de cometer algo deshonesto nos degrada. ¿Poder? El poder no es nada en sí mismo. El poder para hacer el bien es el bello...; ése, ése sólo. ¿Qué es entonces? ¡Robert, dime por qué vas a hacer esa cosa deshonrosa!
SIR ROBERT CHILTERN. ––Gertrude, no tienes dere­cho a usar esa palabra. Te dije que era una cuestión de compromiso. No es más que eso.
LADY CHILTERN. ––Robert, eso está muy bien para otros hombres, para los hombres que consideran la vida simplemente como una sórdida especulación; pero no para ti, Robert, no para ti. Tú eres diferente. Toda tu vida has sido algo distinto a los demás. Nunca has permitido que el mundo te manchase. Para el mundo, como para mí, has sido siempre un ideal. ¡Oh! Sigue siendo ese ideal. No rechaces esa gran herencia... No destruyas esa torre de marfil. Robert, los hombres pueden amar lo que está por debajo de ellos..., las cosas mancilladas, deshonrosas. Las mujeres adoramos al amor, y cuando perdemos el amor, lo perdemos todo. ¡Oh! ¡No mates mi amor por ti! ¡No lo mates!
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Gertrude!
LADY CHILTERN. ––Sé que hay hombres con horribles secretos en sus vidas... Hombres que han hecho alguna cosa vergonzosa, y que en algún momento crítico tienen que pagar por ella, haciendo algún otro acto deshonroso... ¡Oh! ¡No me digas que tú eres uno de ellos! Robert, ¿hay en tu vida algún secreto vergonzoso? Dímelo, dímelo ahora mismo, para...
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Para qué?
LADY CHILTERN. ––(Hablando muy lentamente.) Para que nuestras vidas corran separadas.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Separadas?
LADY CHILTERN. ––Sí. Sería mejor para los dos.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Gertrude, no hay nada en mi pasado que tú no puedas saber.
LADY CHILTERN. ––Estaba segura, Robert, estaba se­gura. Pero ¿por qué dices esas cosas horribles que no van con tu verdadero carácter? No volveremos a hablar del asunto. Escribirás a mistress Cheveley diciéndole que no puedes apoyar ese escandaloso proyecto, ¿verdad? Si le has dado alguna promesa, debes retirarla. ¡Eso es todo!
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Debo escribir diciéndole eso?
LADY CHILTERN. ––¡Desde luego, Robert! ¿Qué otra cosa ibas a hacer?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Puedo verla personalmente. Sería mejor.
LADY CHILTERN. ––No debes volver a verla, Robert. No debes volver a hablar con ella. No se merece hablar con un hombre como tú. No; le debes escribir inmedia­tamente, ahora, en este momento, y que vea en la carta que tu decisión es irrevocable.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Escribir en este momento!
LADY CHILTERN. ––Sí.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Es muy tarde. Son casi las doce.
LADY CHILTERN. ––Eso no importa. Ella debe saber inmediatamente que se ha equivocado contigo... y que tú no eres un hombre que se preste a hacer nada deshones­to. Escribe, Robert. Escribe diciéndole que no apoyarás ese proyecto porque lo consideras deshonroso. Sí..., escri­be la palabra deshonroso. Ella sabe muy bien su significa­do. (Sir Robert Chiltern se sienta y escribe una carta. Su espo­sa la coge y la lee.) Sí; eso es. (Toca el timbre.) Y ahora el sobre. (El escribe el sobre lentamente. Entra Mason.) Que sea enviada esta carta al hotel Claridge. No hay contestación. (Sale Mason. Lady Chiltern se arrodilla junto a su marido y le rodea con los brazos.) Robert, el amor da un instinto para las cosas. Siento que esta noche te he salvado de algo que podría haber sido un peligro para ti, de algo que hubiese podido disminuir el respeto que te tienen los hombres. No creo que te des cuenta, Robert, de que has traído un ambiente noble en la vida política de nuestro tiempo, una actitud más hermosa para con la vida, un aire más libre, de ideales más puros y elevados... Yo lo sé, y por eso te amo, Robert.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Oh, ámame siempre, Gertrude, ámame siempre!
LADY CHILTERN. ––Te amaré siempre, porque siempre serás digno de ser amado. ¡Tenemos que amar a lo más elevado cuando lo conocemos! (Lo besa, se levanta y sale. Sir Robert Chiltern pasea de un lado a otro un momento; des­pués se sienta y hunde el rostro entre las manos. Entra el criado y empieza a apagar las luces. Sir Robert Chiltern levanta la vista.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––Sí, Mason; apague las luces, apague las luces. (El criado sigue apagando luces. La habitación se queda casi a oscuras. La única luz es la de la gran araña que cuelga sobre la escalera y que ilumina el tapiz que representa el triunfo del amor.)

TELÓN

ACTO SEGUNDO

Escena: salón de la casa de sir Roben Chiltern. Lord Goring, vestido a la última moda, está sentado en un sillón. Sir Robert Chiltern está en pie junto a la chimenea. Evidentemente, se encuentra en un estado de gran agitación mental y nerviosismo. Durante la escena da paseos de un lado para otro.

LORD GORING. ––Mi querido Robert, es un asunto muy engorroso, realmente engorroso. Debías habérselo contado todo a tu esposa. Tener secretos de las esposas de otros es un lujo necesario en la vida moderna. Al menos, siempre me dicen eso en el club hombres que son lo bas­tante calvos para saberlo. Pero ningún hombre debía tener secretos para su propia esposa. Ella invariablemente los descubre. Las mujeres tienen un maravilloso instinto de las cosas. Pueden descubrirlo todo, excepto lo evidente.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Arthur, no he podido de­círselo a mi esposa. ¿Cuándo se lo iba a haber dicho? Anoche no. Hubiera provocado una separación para toda la vida y hubiera perdido el amor de la única mujer que adoro en el mundo, de la única mujer que ha hecho vibrar el amor dentro de mí. Anoche hubiera sido completa­mente imposible. Se hubiese separado de mí con horror..., con horror y desprecio.
LORD GORING. ––¿Es tan perfecta lady Chiltern?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Sí; lo es.
LORD GORING. ––(Quitándose el guante de la mano izquierda.) ¡Qué lástima! Perdón, mi querido amigo; no quise decir exactamente eso. Pero si lo que me dices es cierto, me gustaría tener una conversación seria sobre la vida con lady Chiltern.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Sería completamente inútil.
LORD GORING. ––¿Puedo intentarlo?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Sí; pero nada puede hacer cambiar sus ideas.
LORD GORING. ––Bien; en el peor de los casos sería un simple experimento psicológico.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Todos los experimentos como ése son terriblemente peligrosos.
LORD GORING. ––Todo es peligroso, mi querido amigo. Si no fuera así, la vida no merecería la pena de ser vivida. Bien; creo que debo decirte que, a mi modo de ver, debías habérselo dicho a ella hace años.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Cuándo? ¿Cuando nos pro­metimos? ¿Crees que se hubiera casado conmigo si hubie­se sabido cuál fue el origen de mi fortuna, la base de mi carrera; si hubiese sabido que yo había hecho una cosa que la mayoría de los hombres llaman vergonzosa y deshonesta?
LORD GORING. ––(Lentamente.) Sí; la mayoría de los hombres le darían esos feos calificativos. No hay duda.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Amargamente.) Hombres que a cada momento hacen lo mismo que hice yo. Hombres que tienen secretos mucho peores que el mío en sus vidas.          ,
LORD GORING. ––Ésa es la razón de que les agrade tanto descubrir los secretos de los demás. Eso distrae la atención pública de ellos mismos.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Y, después de todo, ¿a quién perjudiqué con lo que hice? A nadie.
LORD GORING. ––(Mirándolo fijamente.) Excepto a ti, Robert.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Después de una pausa.) Desde luego, yo tenía informes privados de cierta tran­sacción que el Gobierno pensaba hacer y actué con arre­glo a esos informes. La información privada es práctica­mente el origen de todas las grandes fortunas actuales.
LORD GORING. ––(Golpeándose el zapato con el bastón.) Y el resultado es invariablemente un escándalo público.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Paseando por la habitación.) Arthur, ¿crees que lo que hice hace dieciocho años debe ser ahora utilizado contra mí? ¿Crees que es justo que toda la carrera de un hombre quede arruinada por una falta que cometió en su adolescencia? Entonces yo tenía veintidós años, y tenía la doble desgracia de haber nacido noble y pobre, dos cosas imperdonables hoy día. ¿Es justo que la locura, el pecado de la juventud, si los hombres quieren llamarlo así, deba destrozar una vida como la mía, deba ponerme en la picota, deba arruinar todo lo que yo he elaborado, todo lo que he construido? ¿Es justo, Arthur?
LORD GORING. ––La vida nunca es justa, Robert. Y quizá es mejor así para la mayoría de nosotros.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Todo hombre ambicioso tiene que luchar en su siglo con sus propias armas. Lo que este siglo adora es la fortuna. El dios de este siglo es la for­tuna. Para tener éxito hay que tener fortuna. Uno debe tiene fortuna a toda costa.
LORD GORING. ––Te menosprecias a ti mismo, Robert. Créeme: sin tu fortuna también hubieras triun­fado.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Cuando hubiera sido viejo, quizá. Cuando hubiese perdido mi pasión por el poder o éste no me fuera útil. Cuando estuviese cansado, desilu­sionado. Quería tener éxito cuando fuera joven. La juven­tud es la época del éxito. No podía esperar.
LORD GORING. ––Bueno; ciertamente has tenido éxito siendo aún joven. Nadie ha tenido un éxito tan brillante en nuestros días. Subsecretario del Ministerio de Asuntos Exte­riores a los cuarenta años. Eso es bastante para cualquiera.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Y si ahora me lo quitan todo? ¿Si lo pierdo todo por un horrible escándalo? ¿Si soy expulsado de la vida pública?
LORD GORING. ––Robert, ¿cómo pudiste venderte por dinero?
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Excitado.) No me vendí por dinero. Compré el éxito a un alto precio. Eso es todo.
LORD GORING. ––(Con gravedad.) Sí; ciertamente pa­gaste un alto precio por él. Pero ¿quien fue el que te dio tal idea?
SIR ROBERT CHILTERN. ––El barón Arnheim.
LORD GORING. ––¡Maldito canalla!
SIR ROBERT CHILTERN. ––No; era un hombre de la más sutil y refinada inteligencia. Un hombre de gran cul­tura y distinción. Un hombre de los más intelectuales que he conocido.
LORD GORING. ––¡Ah! Prefiero un caballero tonto. Sobre la estupidez hay mucho más que decir de lo que la gente se imagina. Personalmente tengo una gran admira­ción por la estupidez. Pero ¿cómo lo hiciste? Cuéntamelo todo.           1
SiR ROBERT CHILTERN. ––(Se deja caer en un sillón junto al escritorio.) Una noche, después de cenar, en casa de lord Radley, el barón empezó a hablar sobre el éxito en la vida moderna como algo que se puede reducir a una ciencia absolutamente definida. Con esa voz tan fascinante y tranquila que poseía nos expuso la más terrible de las filo­sofias, la filosofia del poder, predicándonos el más maravi­lloso de los evangelios, el evangelio del oro. Creo que notó el efecto que había producido sobre mí, porque algunos días después me escribió invitándome a verlo. Vivía en Park Lane, en la casa que ahora tiene lord Woolcomb. Recuerdo muy bien cómo, con una extra­ña sonrisa en sus labios pálidos y curvados, me llevó por su maravillosa galería de cuadros, me mostró sus tapi­ces, sus esmaltes, sus joyas, sus marfiles tallados, mara­villándome de la extraña belleza del lujo en que vivía, y entonces me dijo que el lujo no era más que un de­corado, un telón pintado de una obra, y que el poder, el poder sobre los demás hombres, el poder sobre el mundo, era la única cosa de valor, el único placer supre­mo que merecía la pena conocer, la única alegría que nunca cansaba y que en nuestro siglo sólo el rico lo posee.
LORD GORING. ––Un credo terriblemente superficial.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Levantándose.) Yo no creía eso entonces; ni lo creo ahora. La fortuna me ha dado enorme poder. Me dio libertad, y la libertad lo es todo. Tú nunca has sido pobre y no sabes lo que es la ambi­ción. No puedes comprender la maravillosa oportunidad que me dio el barón. Pocos hombres la tienen.
LORD GORING. ––Afortunadamente para ellos, a juz­gar por los resultados. Pero dime... ¿Cómo te convenció el barón para que hicieras..., bien, lo que hiciste?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Cuando ya iba a irme me dijo que, si alguna vez podía darle alguna información privada de verdadero valor, me haría un hombre muy rico. Me deslumbró la perspectiva que él me insinuaba, y mi ambición y mi deseo de poder eran por entonces enormes. Seis semanas más tarde ciertos documentos pri­vados pasaron por mis manos.
LORD GORING. ––(Con los ojos fijos en la alfombra.) ¿Docu­mentos de Estado?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Sí. (Lord Goring suspira, des­pués se pasa la mano por la frente y levanta la vista.)
LORD GORING. ––No podía pensar que tú, entre todos los hombres del mundo, hubieras podido ser tan débil. Robert, para caer en la tentación que el barón Arnheim te sugirió.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Débil? ¡Oh! Estoy harto de oír esa frase. Harto de usarla con los demás. ¡Débil! ¿Crees realmente, Arthur, que es la debilidad la que hace caer en la tentación? Hay tentaciones que requieren fuerza, fuer­za y valor, para caer en ellas jugarse toda la vida en un solo instante, echarlo todo a una carta, si lo que se juega es placer o poder, no me preocupa... No hay debilidad en ello. Hay un terrible, un terrible valor.Yo tuve ese valor. Esa misma tarde le escribí al varón Arnheim la carta que ahora tiene esa mujer. Ganó con ese asunto tres cuartos de millón.
LORD GORING. ––¿Y tú?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Recibí del barón ciento diez mil libras.
LORD GORING. ––Valías más, Robert.
SIR ROBERT CHILTERN. ––No; ese dinero me dio exactamente lo que quería: poder sobre los demás. Entré inmediatamente en la Cámara. El barón me daba algún consejo financiero de cuando en cuando.A los cinco años casi había triplicado mi fortuna. Desde entonces todo lo que emprendía era un éxito. En todos los asuntos relacio­nados con el dinero tenía una suerte extraordinaria que a veces casi me asustaba. Recuerdo haber leído en alguna parte, en algún libro extranjero, que cuando los dioses desean castigarnos atienden nuestros ruegos.
LORD GORING. ––Pero dime, Robert: ¿nunca sentiste lo que habías hecho?
SIR ROBERT CHILTERN. ––No. Pensé que había com­batido a mi siglo con sus propias armas y había ganado.
LORD GORING. ––(Tristemente.) Creíste que habías ga­nado.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Lo creí. (Después de una lar­ga pausa.) Arthur, ¿me desprecias por lo que te he con­tado?
LORD GORING. ––(Con profundo sentimiento en su voz.) Lo siento mucho por ti, Robert, lo siento de veras.
SIR ROBERT CHILTERN. ––No diré que he tenido remordimientos. No ha sido así. No he tenido remordi­mientos, según el sentido ordinario y bastante tonto de la palabra. Pero he pagado ese dinero a conciencia. Tenía la salvaje esperanza de que así podría desarmar al destino. He distribuido el doble de la suma que me dio el barón en obras de caridad.
LORD GORING. ––(Mirándolo.) ¿En obras de caridad? ¡Qué daño debes de haber hecho, Robert!
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Oh! No digas eso, Arthur. ¡No hables así!
LORD GORING. ––¡No te preocupes de lo que digo, Ro­bert! Siempre hablo lo que no querría hablar. En realidad, usualmente te digo lo que pienso. Un gran error hoy día. Se expone uno a no ser entendido. En cuanto a este terri­ble asunto, te ayudaré en lo que pueda. Naturalmente, eso ya lo sabes.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Gracias, Arthur, gracias. Pero ¿qué podemos hacer? ¿Qué podemos hacer?
LORD GORING. ––(Recostándose con las manos en los bol­sillos.) Bien; el inglés no puede soportar al hombre que siempre está diciendo que lleva razón, pero le gusta mucho el hombre que admite que está equivocado. Esa es una buena cosa. Sin embargo, en tu caso, Robert, una confesión no resultaría. El dinero, si me permites decirlo, es... una cosa muy embarazosa. Además, si decides confe­sarlo todo, nunca podrás volver a hablar de moralidad. Y en Inglaterra un hombre que no puede hablar de mora­lidad dos veces por semana a un numeroso, popular e inmortal auditorio no puede ser un político serio. No le quedan más profesiones que la de botánico o la eclesiás­tica. Una confesión no sería útil. Sería tu ruina.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Sería mi ruina. Arthur, lo único que me queda es luchar con todas mis fuerzas.
LORD GORING. ––(Levantándose de la silla.) Esperaba que dijeras eso, Robert. Es lo único que se puede hacer. Y debes empezar por contarle a tu mujer toda la historia.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Eso no lo haré.
LORD GORING. ––Robert, créeme: estás equivocado.
SIR ROBERT CHILTERN. ––No puedo hacerlo. Mataría su amor por mí. Y con respeto a esa mistress Cheveley, ¿cómo podré defenderme de ella? Parece que tú ya la conocías de antes, ¿no, Arthur?
LORD GORING. ––Sí.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿La conocías mucho?
LORD GORING. ––(Arreglándose la corbata.) Tan poco, que me comprometí a casarme con ella una vez cuando estuve en casa de los Tenbys. La cosa duró unos tres días.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Por qué rompisteis?
LORD GORING. ––(Alegremente.) ¡Oh! Lo he olvidado. Al menos no tiene importancia. A propósito, ¿has inten­tado ofrecerle dinero? Solía gustarle enormemente.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Le ofrecí el que quisiera. Lo rechazó.
LORD GORING. ––Entonces el maravilloso evangelio del oro a veces no resulta. El rico no lo puede todo, al fin y al cabo.
SIR ROBERT CHILTERN. ––No. Supongo que tienes razón. Arthur, temo no poder evitar la desgracia que se cierne sobre mí. Estoy seguro de que no podré. Nunca supe lo que era el terror. Ahora lo sé. Es como una mano de hielo que oprime el corazón. Es como si el corazón latiese para morir en un horrible vacío.
LORD GORING. ––(Golpeando la mesa.) Robert, tienes que luchar, tienes que luchar.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Pero ¿cómo?
LORD GORING. ––De momento, no lo sé. No tengo ni la más pequeña idea. Pero todo el mundo tiene un punto débil. Hay un fallo en cada uno de nosotros. (Va hacia la chimenea y se mira al espejo.) Mi padre dice que yo tengo defectos. Quizá los tenga. No lo sé.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Al defenderme de mistress Cheveley tengo derecho a utilizar cualquier arma, ¿verdad?
LORD GORING. ––(Mirándose aún en el espejo.) En tu lugar yo no tendría ningún escrúpulo en hacer eso. Ella es perfectamente capaz de cuidar de sí misma.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Se sienta junto a la mesa y coge una pluma.) Bien; enviaré un cable cifrado a la Embajada de Viena preguntando si allí se sabe algo con­tra ella. Puede haber algún escándalo secreto en el que haya estado mezclada.
LORD GORING. ––(Arreglándose la flor del ojal.) ¡Oh! Imagino que mistress Cheveley es una de esas mujeres muy modernas de nuestro tiempo que creen que un nuevo escándalo les sienta tan bien como un nuevo som­brero y airean ambas cosas por el parque todas las tardes a las cinco y media. Estoy seguro de que ella adora los escándalos y que actualmente su pesar es no poder tener los suficientes.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Escribiendo.) ¿Por qué dices eso?
LORD GORING. ––(Volviéndose.) Bien; porque ella lleva­ba anoche demasiado «rouge» y casi nada de ropa. Eso siempre es una señal de desesperación en una mujer.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Tocando el timbre.) Pero merece la pena escribir a Viena, ¿no?
LORD GORING. ––Siempre merece la pena hacer una pregunta, aunque no siempre merece la pena contestarla. (Entra Mason.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Está míster Trafford en su habitación?
MASON. ––Sí, sir Robert.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Mete la carta en un sobre, el cual cierra cuidadosamente.) Dígale que cifre esto inmediata­mente. No debe perder tiempo.
MASON. ––Sí, sir Robert.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Oh! Démelo un momen­to. (Escribe algo en el sobre. Mason sale con la carta.) Ella debe de haber tenido alguna extraña influencia sobre el barón Arnheim. Me pregunto cuál sería.
LORD GORING. ––(Sonriendo.) Yo también.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Lucharé con ella hasta la muerte, mientras mi mujer no sepa nada.
LORD GORING. ––¡Oh! Lucha de todas formas... Lucha hasta el fin.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Con un gesto de desespera­ción.) Si mi esposa se enterase, habría ya poco por lo que luchar. Bien, tan pronto como reciba noticias de Viena, te las comunicaré. Es una posibilidad muy remota, pero confío en ella.Y como he luchado con mi época con sus propias armas, lucharé con ella con sus propias armas. Es lo justo; y ella parece una mujer con un pasado, ¿verdad?
LORD GORING. ––La mayoría de las mujeres bonitas lo tienen. Pero hay una moda en cuestión de pasados como la hay en cuestión de vestidos. Quizá el pasado de mistress Cheveley sea simplemente un ligero «décolleté», y eso es muy popular hoy día. Además, mi querido Robert, yo no concebiría demasiadas esperanzas en la lucha contra mis­tress Cheveley. Yo imaginaría que mistress Cheveley es una mujer a la que es fácil vencer. Ha sobrevivido a todos sus acreedores y demuestra una maravillosa presencia de ánimo.
SiR ROBERT CHILTERN. ––¡Oh! Ahora vivo de espe­ranzas. Me agarro a todas las posibilidades. Me siento como un hombre en un barco que está naufragando. El agua ro­dea mis pies y una tormenta se cierne sobre mí. ¡Eh! Oigo la voz de mi mujer. (Entra lady Chiltern vestida de calle.)
LADY CHILTERN. ––Buenas tardes, lord Goring.
LORD GORING. ––¡Buenas tardes, lady Chiltern! ¿Ha estado en el parque?
LADY CHILTERN. ––No; acabo de venir de la Asocia­ción Liberal de Mujeres, donde, a propósito, tu nombre ha sido acogido con grandes aplausos, Robert; y ahora voy a tomar el té. (A lord Goring.) Se quedará a tomar el té ¿verdad?
LORD GORING. ––Me quedaré un rato, gracias.
LADY CHILTERN. ––Volveré al momento. Voy sólo a quitarme el sombrero.
LORD GORING. ––¡Oh! Le ruego que no lo haga. ¡Es tan bonito! Uno de los sombreros más bonitos que he visto. Supongo que la Asociación Liberal de Mujeres lo habrá recibido con grandes aplausos.
LADY CHILTERN. ––(Con una sonrisa.) Tenemos que tra­tar sobre cosas mucho más importantes que los sombre­ros, lord Goring.
LORD GORING. ––¿De veras? ¿Qué clase de cosas?
LADY CHILTERN. ––¡Oh! Cosas oscuras, útiles y deli­ciosas: los inspectores femeninos, la jornada de ocho horas, la franquicia parlamentaria... Todo, en resumen, lo que usted encuentra terriblemente falto de interés.
LORD GORING. ––¿Y nunca sobre sombreros?
LADY CHILTERN. ––(Con fingida indignación.) ¡Sobre sombreros, nunca! (Lady Chiltem sale por la puerta que da a su tocador.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Coge la mano de lord Goring.) Has sido para mí un buen amigo, Arthur, un verdadero buen amigo.
LORD GORING. ––Que yo sepa, no he sido capaz de hacer mucho por ti, Robert. En realidad, no he sido capaz de hacer nada. Estoy muy descontento conrnigo mismo.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Has hecho que yo sea capaz de decirte la verdad. Eso es algo. La verdad siempre me ha ahogado.
LORD GORING. ¡Ah! La verdad es algo que yo suel­to lo más pronto posible! Un mal hábito. Le hace a uno impopular en el club... con los socios más viejos. Le lla­man afectación. Quizá lo sea.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Hubiera hecho cualquier cosa por haber sido capaz de decir la verdad... de vivir la verdad. ¡Ah! Es una gran cosa vivir la verdad. (Suspira y va hacia la puerta.) Volveré a verte pronto, ¿verdad, Arthur?
LORD GORING. ––Ciertamente, si tú lo deseas. Esta noche voy al club de los solteros, a menos que encuentre algo mejor que hacer. Pero volveré aquí mañana por la mañana. Si por casualidad quisieras verme esta noche, envíame una nota a Curzón Street.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Gracias. (Cuando llega a la puerta, llega lady Chiltern del tocador.)
LADY CHILTERN. ––¿Te vas, Robert?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Tengo que escribir algunas cartas, querida.
LADY CHILTERN. ––(Va hacia él.) Trabajas demasiado, Robert. Nunca piensas en ti y pareces muy cansado.
SIR ROBERT CHILTERN. ––No es nada, querida, nada. (La besa y sale.)
LADY CHILTERN. ––(A lord Goring.) Siéntese. Me alegro de que haya venido. Quiero hablar con usted sobre... Bien; no sobre sombreros ni sobre la Asociación Liberal de Mujeres. Usted se toma demasiado interés en lo pri­mero y muy poco en lo segundo.
LORD GORING. ––¿Quiere usted hablar conmigo sobres mistress Cheveley?
LADY CHILTERN. ––Sí. Lo ha adivinado. Después de marcharse usted supe que lo que ella había dicho era realmente cierto. Desde luego, hice que Robert le escri­biese una carta inmediatamente retirando su promesa.
LORD GORING. ––Eso me ha dado él a entender.
LADY CHILTERN. ––Hubiera sido la primera mancha en una carrera que siempre se ha mantenido inmaculada. Robert debe estar por encima de todo reproche. No es como los demás hombres. No puede hacer lo que ha­cen los otros. (Mira a lord Goring, que permanece silencioso.) ¿No está de acuerdo conmigo? Es usted el mejor amigo de Robert. Nuestro mejor amigo, lord Goring. Nadie, excepto yo, conoce a Robert mejor que usted. No tiene secretos para mí, ni creo que los tenga tampoco para usted.
LORD GORING. ––Ciertamente no tiene ningún secre­to para mí. Al menos eso creo.
LADY CHILTERN. ––Entonces, ¿no tengo razón al con­siderarlo así? Sé que la tengo. Pero hábleme francamante.
LORD GORING. ––(Mirándola fijamente.) ¿Francamente?
LADY CHILTERN. ––Sí. No tiene usted nada que ocul­tar, ¿verdad?
LORD GORING. ––Nada. Pero, mi querida lady Chiltern, creo, si usted me permite decirlo, que en la vida práctica...
LADY CHILTERN. ––(Sonriendo.) De la cual sabe usted tan poco, lord Goring...
LORD GORING. ––De la cual no sé nada por experien­cia, aunque se algo por observación. Creo que en la vida práctica el éxito, el éxito verdadero, tiene en sí una ligera falta de escrúpulos, como ocurre siempre también con la ambición. Una vez que un hombre ha puesto su corazón y su alma para alcanzar cierta meta, si tiene que escalar despeñaderos, los escala; si tiene que caminar por el cieno...
LADY CHILTERN. ––¿Qué?
LORD GORING. ––Camina por el cieno. Desde luego, sólo estoy generalizando sobre la vida.
LADY CHILTERN. ––(En tono grave.) Lo supongo. ¿Por qué me mira tan extrañamente, lord Goring?
LORD GORING. ––Lady Chiltern, a veces he pensado que... quizá sea usted un poco dura en alguna de sus ideas sobre la vida.Yo creo que... a menudo no hace las sufi­cientes concesiones. En todo carácter hay partes débiles, o peor que eso. Suponiendo, por ejemplo, que..., que cualquier hombre público, mi padre, lord Merton, o Robert, hubiese escrito hace muchos años una carta tonta a alguien...
LADY CHILTERN. ––¿Qué entiende por carta tonta?
LORD GORING. ––Una carta gravemente comprome­tedora para la posición de uno. Estoy poniendo solamen­te un ejemplo imaginario.
LADY CHILTERN. ––Robert es incapaz de hacer una tontería, como también es incapaz de hacer una cosa des­honesta.
LORD GORING. ––(Después de una larga pausa.) Nadie es incapaz de hacer una tontería. Nadie es incapaz de hacer una cosa deshonesta.
LADY CHILTERN. ––¿Es usted un pesimista? ¿Qué dirán los demás elegantes? Todos tendrán que ponerse de luto.
LORD GORING. ––(Levantándose.) No, lady Chiltern, no soy un pesimista. Realmente, no creo estar seguro de lo que significa verdaderamente el pesimismo. Todo lo que sé es que la vida no puede ser entendida ni vivida sin cari­dad. Es el amor y no la filosofia alemana la verdadera explicación de este mundo.Y si alguna vez tiene cualquier preocupación, lady Chiltern, confie en mí por completo, que yo la ayudaré en lo que pueda. Si me necesita, pída­me ayuda y la tendrá. Acuda a mí inmediatamente.
LADY CHILTERN. ––(Mirándolo sorprendida.) Lord Goring, está usted hablando completamente en serio. No creo haberlo oído hablar tan serio ninguna otra vez.
LORD GORING. ––(Riendo.) Debe excusarme, lady Chiltern. No me volverá a ocurrir, si puedo evitarlo.
LADY CHILTERN. ––Pero a mí me gusta verlo serio. (Entra Mabel Chiltern con un vestido de lo más encantador.)
MABEL CHILTERN. ––Querida Gertrude, no le digas cosas tan terribles a lord Goring. La seriedad no le sienta bien. ¡Buenas tardes, lord Goring! Le ruego que sea tan frívolo como pueda.
LORD GORING. ––Me gustaría, miss Mabel, pero temo que estoy... un poco desquiciado esta mañana. Y, además, ahora tengo que irme.
MABEL CHILTERN. ––¡Justo cuando vengo yo! ¡Qué horribles modales tiene usted! Estoy segura de que le han educado muy mal.
LORD GORING. ––Así es.
MABEL CHILTERN. ––¡Me gustaría haberlo educado yo!
LORD GORING. ––Siento que no lo haya hecho.
MABEL CHILTERN. ––¿Y ahora es demasiado tarde, supongo?
LORD GORING. ––(Sonriendo.) No estoy seguro.
MABEL CHILTERN. ––¿Quiero que demos un paseo a caballo mañana por la mañana?
LORD GORING. ––Sí; a las diez.
MABEL CHILTERN. ––No lo olvide.
LORD GORING. ––Naturalmente que no. A propósito, lady Chiltern, hoy no viene la lista de sus invitados en el Morning Post. Supongo que habrá habido que dejar espa­cio para la reunión municipal, la conferencia de Lambeth o cualquier otra cosa igual de aburrida. ¿Puede usted darme una lista? Tengo una razón particular para pe­dírsela.
LADY CHILTERN. ––Estoy segura de que míster Trafford tendrá una.
LORD GORING. ––Muchísimas gracias.
MABEL CHILTERN. ––Tommy es la persona más útil de Londres.
LORD GORING. ––(Volviéndose hacia ella.) ¿Y quién es la más decorativa?
MABEL CHILTERN. ––(Tríunfalmente.) Yo.
LORD GORING. ––¡Qué inteligente ha sido al adivinar­lo! (Coge su sombrero y su bastón.) ¡Adiós, lady Chiltern! Recuerda lo que le he dicho, ¿verdad?
LADY CHILTERN. ––Sí; pero no sé por qué me lo ha dicho.
LORD GORING. ––Ni yo mismo lo sé. ¡Adiós, miss Mabel!
MABEL CHILTERN. ––(Con un gesto de desencanto.) Desearía que no se fuera. He tenido cuatro aventuras maravillosas esta mañana; cuatro y media en realidad. Podía quedarse y escuchar alguna de ellas.
LORD GORING. ––¡Que egoísta es al tener cuatro aven­turas y media! No habrá dejado ninguna para mí.
MABEL CHILTERN. ––No quiero que usted tenga nin­guna. No le sentaría bien.
LORD GORING. ––Ésa es la primera cosa poco amable que me ha dicho usted. ¡Qué encantadoramente la ha dicho! Hasta mañana a las diez.
MABEL CHILTERN. ––En punto.
LORD GORING. ––Completamente en punto. Pero no traiga a míster Trafford.
MABEL CHILTERN. ––(Con un leve movímíento de cabe­za.) Naturalmente que no lo llevaré. Tommy Trafford está en desgracia.
LORD GORING. ––Me alegro de oírlo. (Se ínclína y sale.)
MABEL CHILTERN. ––Gertrude, desearía que hablaras con Tommy Trafford.
LADY CHILTERN. ––¿Qué ha hecho esta vez el pobre míster Trafford? Robert dice que es el mejor secretario que ha tenido nunca.
MABEL CHILTERN. ––Bueno; Tommy se me ha declara­do otra vez. Tommy no hace realmente otra cosa que declararse a mí. Se me declaró anoche en el salón de música, cuando estaba sin protección y había un compli­cado trío tocando. No me atreví a cometer ninguna indis­creción, no necesito decírtelo. Los músicos son absurda­mente irrazonables. Siempre quieren que una esté perfec­tamente muda cuando lo que a una le gustaría estar es absolutamente sorda. Después se me ha declarado esta mañana en la calle a la luz del día, frente a esa terrible estatua de Aquiles. Realmente las cosas que ocurren fren­te a esa obra de arte son completamente espantosas. Debería intervenir la policía. Durante el almuerzo vi por el brillo de sus ojos que se iba a declarar otra vez, y enton­ces le aseguré que era bimetalista. Afortunadamente, no sé lo que significa el bimetalismo. Y no creo que nadie lo sepa. Pero la observación contuvo a Tommy durante diez minutos. Pareció muy sorprendido. Y además, ¡es tan molesta la forma que tiene de declararse! Si se declarase en voz alta, no me importaría mucho. Eso podría produ­cir algún efecto en el público. Pero lo hace de una forma horriblemente confidencial. Cuando Tommy quiere ser romántico, habla como un doctor. Me agrada mucho Tommy pero sus métodos para declararse están comple­tamente anticuados. Desearía, Gertrude, que hablases con él y le dijeras que declararse una vez a la semana es sufi­ciente para cualquiera, y que siempre lo haga de forma que llame la atención de la gente.
LADY CHILTERN. ––Querida Mabel, no hables así. Además, Robert tiene muy bien considerado a míster Trafford. Cree que posee un brillante porvenir.
MABEL CHILTERN. ––¡Oh! No me casaría con un hom­bre que tuviese un brillante porvenir por nada del mundo.
LADY CHILTERN. ––¡Mabel!
MABEL CHILTERN. ––Ya sé, querida. ¡Tú te casaste con un hombre de porvenir! Pero entonces Robert era un genio y tú tenías un noble carácter, apto para el propio sacrificio. Tú puedes soportar a los genios. Yo no tengo carácter para eso, y Robert es el único genio que he podi­do aguantar. Por regla general, son completamente impo­sibles. Los genios hablan mucho, ¿verdad? ¡Una mala cos­tumbre¡ Y siempre piensan en sí mismos, y a mí me gusta que los hombres piensen en mí. Debo ir a ensayar a casa de lady Basildon. Recuerdas que estamos haciendo unos «tableaux», ¿verdad? ¡El triunfo de algo, no sé de qué! Espero que será el triunfo mío. Es el único triunfo que me interesa actualmente. (Besa a lady Chiltern y sale; vuel­ve a entrar inmediatamente.) ¡Oh! Gertrude, ¿sabes quién viene a verte? Esa horrible mistress Cheveley, con un ves­tido maravilloso. ¿La has invitado?
LADY CHILTERN. ––¡Mistress Cheveley! ¿Viene a verme? ¡Imposible!
MABEL CHILTERN. ––Te aseguro que sube las escaleras.
LADY CHILTERN. ––No necesitas quedarte, Mabel. Recuerda que lady Basildon te está esperando.
MABEL CHILTERN. ––¡Oh! Debo estrecharle la mano a lady Markby. Es deliciosa. Me gusta que me reprenda. (Entra Mason.)
MASON. ––Lady Markby. Mistress Cheveley. (Entran lady Markby y mistress Cheveley.)
LADY CHILTERN. ––(Saliendo a su encuentro.) ¡Querida lady Markby, qué amable ha sido al venir a verme! (Le estrecha la mano y se inclina levemente ante mistress Cheveley.) ¿No se sienta, mistress Cheveley?
MISTRESS CHEVELEY. ––Gracias. ¿Ésa es miss Chiltern? Me gustaría mucho conocerla.
LADY CHILTERN. ––Mabel, mistress Cheveley desea conocerte. (Mabel Chiltern hace una pequeña inclinación.)
MISTRESS CHEVELEY. ––(Sentándose.) Su vestido de anoche era encantador, miss Chiltern. ¡Tan sencillo y... le sentaba tan bien!
MABEL CHILTERN. ––¿De veras? Debo decírselo a mi modista. Se sorprenderá. ¡Adiós, lady Markby!
LADY MARKBY. ––¿Se va usted ya?
MABEL CHILTERN. ––Lo siento, pero no tengo más remedio. Debo ensayar. Tengo que colocarme sobre la cabeza para unos «tableaux».
LADY MARKBY. ––¿Sobre la cabeza? ¡Oh! Creo que es muy poco saludable. (Toma asiento en el sofá junto a lady Chiltern.)
MABEL CHILTERN. ––Pero es para una obra de caridad. En favor de «los que no se lo merecen», que son los úni­cos en los que estoy interesada. Yo soy la secretaria y Tommy Traford el tesorero.
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Y qué es lord Goring?
MABEL CHILTERN. ––¡Oh! Lord Goring es el presidente.
MISTRESS CHEVELEY. ––El cargo le sienta admirablemente, a menos que se haya estropeado desde que yo lo conocí.
LADY MARKBY. ––Eres muy moderna, Mabel. Quizá demasiado moderna. Nada es tan peligroso como ser demasiado moderna. Se expone una a anticuarse de repente. Conozco muchos ejemplos de ello.
MABEL CHILTERN. ––¡Qué horrible perspectiva!
LADY MARKBY. ––¡Ah! Querida, no tiene que ponerse nerviosa. Usted siempre será muy bonita. Ésa es la mejor moda que hay y la única que lanza Inglaterra con éxito.
MABEL CHILTERN. ––(Con una inclinación.) Muchísimas gracias, lady Mardby, en nombre de Inglaterra... y en el mío. (Sale.)
LADY MARKBY. ––(Volvíéndose a lady Chiltern.) Querida Gertrude, hemos venido para saber si han encontrado el broche de diamantes de mistress Cheveley.
LADY CHILTERN. ––¿Aquí?
MISTRESS CHEVELEY. ––Sí. Noté su falta al volver al Claridge y pensé que era posible que se me hubiese caído aquí.
LADY CHILTERN. ––No sé nada de ello. Pero llamaré al mayordomo para preguntárselo. (Toca el timbre.)
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh! Le ruego que no se mo­leste, lady Chiltern. Quizá lo perdí en la ópera antes de venir aquí.
LADY MARKBY. ¡Ah, sí! Supongo que debe de haber sido en la ópera. El hecho es que hay tantas apreturas hoy día que me maravillo de que aún nos quede algo encima al final de la noche. Yo misma, cuando vuelvo de algún sitio, siento como si no me quedase nada encima, excep­to un poco de reputación decente, la suficiente para que las clases bajas no nos hagan penosas observaciones a través de las ventanas del coche. La realidad es que nues­tra sociedad está terriblemente superpoblada. Realmente alguien debería preparar un buen proyecto para la emi­gración. Eso sería estupendo.
MISTRESS CHEVELEY. ––Estoy completamente de acuerdo con usted, lady Markby. Hace cerca de seis años que no había estado en Londres durante la temporada, y debo decir que desde entonces la sociedad se ha mezcla­do terriblemente. Por todas partes se ve la gente más rara.
LADY MARKBY. ––Eso es cierto, querida. Pero no se necesita conocerla. Estoy segura de que no conozco a la mitad de las personas que vienen a mi casa.Y realmen­te, por lo que oigo, no me gustaría conocerlas. (Entra Mason.)
LADY CHILTERN. ––Cómo era el broche que perdió usted, mistress Cheveley?
MISTRESS CHEVELEY. ––Un broche de diamantes en forma de serpiente, con un rubí, un rubí bastante grande.
LADY MARKBY. ––Creí que había dicho que era un zafiro, querida.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Sonriendo.) No, lady Markby. Un rubí.
LADY MARKBY. ––(Asintiendo con la cabeza.) Y muy bo­nito, estoy segura.
LADY CHILTERN. ––¿Ha sido encontrado esta mañana en alguna de las habitaciones un broche de diamantes con un rubí, Mason?
MASON. ––No, señora.
MISTRESS CHEVELEY. ––Realmente no tiene impor­tancia, lady Chiltern. Siento haberla molestado.
LADY CHILTERN. ––(Fríamente.) ¡Oh! No ha sido una molestia. Está bien, Mason. Puede traer el té. (Sale Mason.)
LADY MARKBY-Opino que perder algo es de lo más molesto. Recuerdo una vez en Bath, hace años, que perdí en la Pump Room un camafeo extraordinariamente bonito que me había regalado sir John. Siento decir que no creo que me haya regalado nada desde entonces. Ha degenerado tristemente. Realmente, esa horrible Cámara de los Comunes arruina por completo a nuestros mari­dos. Creo que la creación de la Cámara Baja es el golpe más fuerte que ha recibido la vida conyugal feliz desde que se inventó esa horrible cosa llamada «la educación elevada de las mujeres»
LADY CHILTERN. ––¡Ah! Es una herejía decir eso en esta casa, lady Markby. Robert es un gran defensor de la educación elevada de las mujeres, y yo también lo soy.
MISTRESS CHEVELEY. ––Lo que me gustaría ver es la educación elevada de los hombres. La necesitan mucho.
LADY MARYBY. ––Es cierto, querida. Pero temo que ese proyecto sea poco práctico. No creo que los hombres tengan mucha cápacidad para cambiar. Han ido lo más lejos que podían, que no es muy lejos, ¿verdad? Con res­pecto a las mujeres, querida Gertrude, usted pertenece a la joven generación, y estoy segura de que todo está bien si usted lo aprueba. En mi época, desde luego, nos ense­ñaban a no entender nada. Ese era el viejo sistema, y era muy interesante. Le aseguro que la cantidad de cosas que nos enseñaron a no entender a mi hermana y a mí era extraordinaria. Pero me han dicho que las mujeres modernas lo entienden todo.
MISTRESS CHEVELEY. ––Excepto a sus maridos. Ésa es una de las cosas que las mujeres modernas no entienden.
LADY MARKBY. ––Lo cual está muy bien, querida. Si ocurriera eso, podrían quedar destruidos muchos hogares felices. No el suyo, por supuesto, Gertrude. Usted se ha casado con un hombre fuera de serie. Desearía poder decir lo mismo de mí. Pero desde que sir John asiste a los debates regularmente, lo cual nunca solía hacer en los viejos tiempos, su lenguaje se ha hecho completamente imposible. Siempre parecer creer que se está dirigiendo a la Cámara, y como consecuencia si discute sobre el esta­do de los agricultores, o sobre la iglesia de Gales, o sobre cualquier cosa tan fuera de lugar como éstas, me veo obli­gada a ordenar a los criados que salgan de la habitación. No es agradable ver al mayordomo, que está con nosotros desde hace veintitrés años, volver la cabeza ruborizado, ni a los criados retorciéndose de risa en los rincones como payasos. Le aseguro que mi vida quedará completamente arruinada a menos que envíen a sir John enseguida a la Cámara Alta. Entonces no se tomará ningún interés por la política, ¿verdad? ¡La Cámara de los Lores es tan jui­ciosa! Una asamblea de caballeros. Pero, en el presente, John es una desgracia. Esta mañana en el desayuno se levantó, se puso las manos en los bolsillos y se dirigió al país con toda la potencia de su voz. Dejé la mesa tan pronto como tomé mi segunda taza de té, no necesito decirlo. ¡Pero su violento lenguaje se oía en toda la casa! ¿Supongo, Gertrude, que sir Robert no es así?
LADY CHILTERN. ––Pero yo estoy muy interesada en la política, lady Markby. Me gusta oír a Robert hablar de ella.
LADY MARKBY. ––Bien; supongo que no será un devo­to de los libros azules*, como lo es sir John. No creo que sea una buena lectura para nadie.
* «Libros azules»: El significado en inglés de blue books viene a equi­valer a «un libro verde», con el matiz sexual implícito.

MISTRESS CHEVELEY. ––(Lánguidamente.) Nunca he leí­do un libro azul. Prefiero los libros... con cubiertas ama­rillas.
LADY MARKBY. ––El amarillo es un color muy alegre, ¿verdad? Solía llevar vestidos amarillos en mi juventud, y ahora los llevaría si sir John no personalizase tanto en sus observaciones; y un hombre que se preocupa de los ves­tidos es ridículo, ¿verdad?
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh, no! Creo que los hom­bres son las máximas autoridades en ese sentido.
LADY MARKBY. ––¿Sí? No se diría eso a juzgar por los sombreros que llevan. (Entra el mayordomo seguido de un criado. Ponen el té en una mesita junto a lady Chiltern.)
LADY CHILTERN. ––¿Quiere té, mistress Cheveley?
MISTRESS CHEVELEY. ––Gracias. (El mayordomo le da a mistress Cheveley una taza de té sobre una bandeja.)
LADY CHILTERN. ––¿Té, lady Markby?
LADY MARKBY. ––No; gracias, querida. (Los criados se van.) El hecho es que he prometido a la pobre lady Brancaster hacerle una visita de diez minutos. Está muy apenada. Su hija, una muchacha muy bien educada, se ha prometido a un clérigo de Shropshire. Es muy triste, muy triste. No entiendo esta manía moderna por los curas. En mis tiempos las muchachas los veíamos rondar por todas partes como conejos. Nunca les hacíamos caso, naturalmente. Pero me han dicho que hoy día en el campo son muy aficionados a ellos. Creo que es muy irreligioso. Y además, su hijo mayor ha reñido con su padre, y se dice que cuando se encuentran en el club lord Brancaster siempre se esconde tras la sección financie­ra del Times. Sin embargo, creo que eso es muy común hoy día, y tienen muchos ejemplares del Times en todos los clubes de Saint James Street. ¡Hay tantos hijos que no quieren nada con sus padres y tantos padres que no quieren ni hablar con sus hijos! Opino que es muy pe­noso.
MISTRESS CHEVELEY. ––Yo también. Hoy día los padres tienen mucho que aprender de sus hijos.
LADY MARKBY. ––¿De veras, querida? ¿El qué?
MISTRESS CHEVELEY. ––El arte de vivir. La única de las bellas artes que hemos producido en los tiempos mo­dernos.
LADY MARKBY. ––(Moviendo la cabeza.) ¡Ah! Temo que lord Brancaster sabe mucho de eso. Más de lo que ha sabido nunca su pobre esposa. (Volviéndose a lady Chiltern.) Conoce usted a lady Brancaster, ¿verdad, querida?
LADY CHILTERN. ––Ligeramente. Estaba en Langton el otoño pasado cuando fuimos nosotros allí.
LADY MARKBY. ––Bien; como todas las mujeres grue­sas, parece el vivo retrato de la felicidad, como habrá usted notado. Pero hay muchas tragedias en su familia, además de ese asunto del clérigo. Su misma hermana, mistress Jekyll *, lleva la vida más desgraciada, y no a causa de ella últimamente estaba tan triste que entró en un convento o en los escenarios, no lo recuerdo exactamente. No; creo que se dedicó a hacer labores decorativas de aguja. Lo que sé es que perdió todo el sentido del placer en la vida. (Se levanta.)Y ahora, Gertrude, si me lo permite, dejaré a mis­tress Cheveley a cargo suyo y volveré dentro de un cuar­to de hora. O quizá a la querida mistress Cheveley no le importase esperarme en el coche mientras estoy con lady Brancaster. Como es una visita de pésame, no estaré mucho tiempo.
* Como en la famosa narración de Stevenson (publicada en 1876), «Jekyll» contiene el significado simbólico en su etimología de «el que mata a su propio yo» («Jekill»). ¿Está Wilde haciendo aquí una refe­rencia irónica a la obra de su contemporáneo?

MISTRESS CHEVELEY. ––(Levantándose.) No me impor­ta esperar en el coche si hay alguien que me traiga uno.
LADY MARKBY. ––He oído decir que el clérigo siem­pre está rondando la casa.
MISTRESS CHEVELEY. ––Temo que no me agradan mucho las amigas jóvenes.
LADY CHILTERN. ––(Levantándose.) ¡Oh! Espero, mis­tress Cheveley, que se quedará aquí un poco. Me gustaría charlar unos minutos con usted.
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Qué amable es usted, lady Chiltern! Créame: nada me causará tan gran placer.
LADY MARKBY. ––¡Ah! No hay duda de que hablarán de muchos agradables recuerdos de sus días de colegio. ¡Adiós, querida Gertrude! ¿La veré esta noche en casa de lady Bonar? Ha descubierto un nuevo genio maravilloso. Hace... No hace nada, según creo. Es una gran comodi­dad,¿verdad?
LADY CHILTERN. ––Robert y yo cenaremos en casa esta noche, y no creo que salgamos después. Robert, natu­ralmente, tendrá que ir a la Cámara. Pero no hay nada de interés hoy.
LADY MARKBY. ––¿Cenan solos en casa? ¿Es eso pru­dente? ¡Ah! Había olvidado que su esposo es una excepción. El mío es del montón, y nada envejece tan rápidamente a una mujer como tener un esposo así. (Sale lady Markby.)
MISTRESS CHEVELEY. ––Maravillosa mujer lady Markby, ¿verdad? Es la mujer que habla más y dice menos de todas las que conozco. Ha nacido para orador público. Mucho más que su marido, que aunque es un inglés típico, es siempre aburrido y violento.
LADY CHILTERN. ––(No contesta y permanece en pie.Hay una pausa. Los ojos de las dos mujeres se encuentran. Lady Chiltem está muy pálida. Mistress Cheveley parece bastante divertida.) Mistress Cheveley, creo que debo decirle francamente que si hubiera sabido quién era usted realmente no la habría invitado anoche a mi casa.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Con una sonrisa impertinente.) ¿De veras?
LADY CHILTERN. ––No podría haberlo hecho.
MISTRESS CHEVELEY. ––Veo que después de todos esos años no ha cambiado nada, Gertrude.
LADY CHILTERN. ––Yo nunca cambio.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Arqueando las cejas.) Entonces ¿la vida no le ha enseñado nada?
LADY CHILTERN. ––Me ha enseñado a saber que una persona que una vez ha cometido una acción deshonesta puede cometerla por segunda vez.
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Aplicaría usted esa regla a todo el mundo?
LADY CHILTERN. ––Sí; a todos sin excepción.
MISTRESS CHEVELEY. ––Entonces lo siento por usted, Gertrude, lo siento por usted.
LADY CHILTERN. ––Ahora ya ve, supongo, que hay muchas razones para que yo no desee relacionarme en absoluto con usted durante su estancia en Londres.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Apoyándose en la silla.) ¿Sabe, Gertrude, que me importa muy poco su charla sobre moralidad? La moralidad es simplemente la actitud que adoptamos con la gente cuyo carácter nos disgusta.Yo no le gusto a usted; estoy segura de eso.Y yo siempre la he detes­tado.Y, sin embargo, he venido aquí para hacerle un servicio.
LADY CHILTERN. ––(Despreciativamente.) ¿Como el que intentó hacerle anoche a mi esposo, supongo? Gracias a Dios, lo salvé de eso.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Levantándose.)¿Fue usted quien le hizo escribirme esa insolente carta? ¿Fue usted quien lo convenció de que rompiera su promesa?
LADY CHILTERN. ––Sí.
MISTRESS CHEVELEY. ––Entonces tendrá que hacérsela mantener. Le doy hasta mañana por la mañana... nada más. Si para entonces su marido no promete solemne­mente ayudarme en ese gran proyecto en el que estoy interesada...
LADY CHILTERN. ––Esa fraudulenta especulación.
MISTRESS CHEVELEY. ––Llámelo como quiera. Tengo a su marido en mis manos, y si usted es lista, lo convencerá de que haga lo que le digo.
LADY CHILTERN. ––(Levantándose y yendo hacia ella.) Es usted una impertinente. ¿Qué tiene que ver mi marido con usted? ¿Con una mujer como usted?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Con una risa amarga.) En este mundo los que se parecen se relacionan. Porque su mari­do es un estafador sin ningún honor. Entre usted y él hay un mundo. Él y yo somos más iguales. Somos unos ene­migos unidos. El mismo pecado nos ata.
LADY CHILTERN. ––¿Cómo se atreve a hablar así de mi marido? ¿Cómo se atreve a amenazarlo a él o a mí? Abandone mi casa. No es digna de estar en ella. (Entra sir Robert Chiltern. Oye las últimas palabras de su esposa y ve a quién están dirigidas. Se pone intensamente pálido.)
MISTRESS CHEVELEY-¡Su casa! Una casa comprada con el precio del deshonor. Una casa en que todo ha sido pagado por medio de un fraude. (Se vuelve y ve a sir Robert Chiltern.) ¡Pregúntele cuál es el origen de su fortuna! Que le diga cómo vendió a un jugador de bolsa un secreto de Estado. Que le explique a qué debe su posición actual.
LADY CHILTERN. ––¡Eso no es cierto, Robert! ¡Eso no es cierto!
MISTRESS CHEVEI.EY. ––(Apuntándola con el dedo.) ¡Mírelo! ¡No puede negarlo! ¡No se atreverá!
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Váyase! ¡Váyase inmediata­mente! Ya ha causado el daño que podía.
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Sí? Aún no he terminado con usted, ni con usted. Les doy hasta mañana a las doce. Si para entonces no ha hecho lo que le dije, todo el mundo sabrá el origen de la carrera de Robert Chiltern. (Sir Robert Chiltern toca el timbre. Entra Mason.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––Acompañe a mistress Cheveley a la puerta. (Mistress Cheveley se estremece; después se inclina ante lady Chiltern con una cortesía algo exagerada. Lady Chiltern no responde. Cuando pasa al lado de sir Robert Chiltern, que está junto a la puerta, se detiene un momento y lo mira fren­te a frente. Después sale seguida del criado, que cierra la puerta tras él. Marido y mujer se quedan solos. Lady Chiltern está como en un horrible sueño. Después se vuelve y mira a su marido. Tiene un mirada extraña, como si le viera por primera vez.)
LADY CHILTERN. ––¡Vendiste un secreto de Estado por dinero! ¡Comenzaste tu vida con un fraude! ¡Cimentaste tu carrera con el deshonor! ¡Oh! ¡Dime que no es cierto! ¡Miénteme! ¡Dime que no es cierto!
SIR ROBERT CHILTERN. ––Lo que esa mujer ha dicho es completamente cierto. Pero escúchame, Gertrude. No te imaginas lo grande que fue la tentación... Déjame que te lo explique todo. (Va hacía ella.)
LADY CHILTERN. ––No te acerques a mí. No me toques. Siento como si me hubieras mancillado para siempre. ¡Oh! ¡Qué máscara has llevado durante todos estos años! ¡Qué horrible máscara! ¡Te vendiste por dine­ro! ¡Oh! Un vulgar ladrón es mejor que tú. ¡Te ofreciste al mejor postor! Te vendiste en el mercado. Has mentido a todo el mundo. Sin embargo, a mí no me mentirás.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Gertrude! ¡Gertrude!
LADY CHILTERN. ––(Lo rechaza extendiendo los brazos.) ¡No, no hables! ¡No digas nada! Tu voz me trae horribles recuerdos... Recuerdos de cosas que me hicieron amar­te... Recuerdos que ahora me horrorizan. ¡Cómo te adoré? Eras algo aparte de la vida, un ser puro, noble, honesto, sin mancha. El mundo parecía más hermoso porque tú estabas en él, y la bondad más verdadera porque vivías tú.Y ahora... ¡Oh! ¡Cuando pienso que he hecho de un hombre como tú mi ideal! ¡El ideal de mi vida!
SIR ROBERT CHILTERN. ––Ése fue tu error. Ésa fue tu equivocación. El error que cometen todas las mujeres. ¿Por qué no podéis amarnos con nuestros defectos? ¿Por qué nos colocáis en monstruosos pedestales? Todos tene­mos los pies de barro, tanto los hombres como las muje­res; pero cuando los hombres amamos a las mujeres, las amamos conociendo sus debilidades, sus locuras, sus imperfecciones; las ¡unamos más, si es posible, por esta razón. No es el ser perfecto, sino el imperfecto, el que necesita amor. Cuando nos hemos herido nosotros mismos o nos han herido los demás, es cuando el amor debía ve­nir a curarnos... ¿Para qué otra cosa es el amor? Todos los pecados, excepto el pecado contra él mismo, debía per­donarlos el amor. El amor verdadero debía perdonar todas las vidas, salvo las vidas sin amor. El amor de un hombre es así. Es más grande, mas humano que el de una mujer. Tú has hecho de mí un ídolo falso y yo no he tenido el valor de derribarlo, mostrándote mis heridas, contándote mis debilidades. Tenía miedo de perder tu amor, como ahora lo he perdido.Y así arruinaste anoche mi vida... ¡Sí, la arruinaste! Lo que esa mujer me pedía no era nada comparado con lo que me ofrecía. Me ofrecía seguridad, paz, tranquilidad. El pecado de mi juventud, que yo había creído olvidado, se alzó contra mí, horrible, espantoso, con sus manos apretándome el cuello. Pude haberlo matado para siempre, enviarlo a la tumba, destruirlo, que­mar la única prueba que había contra mí. Tú lo impedis­te. Nadie sino tú. Y ahora ante mí se cierne la desgracia, la ruina, la vergüenza, las burlas del mundo: me espera una vida solitaria y deshonrosa, y algún día una muerte solita­ria y deshonrosa igualmente. ¡Que las mujeres no vuelvan a hacer ídolos de los hombres! ¡Que no los pongan en altares y se inclinen ante ellos o arruinarán otras vidas tan completamente como tú..., tú, a quien he amado ardiente­mente..., has arruinado la mía! (Sale de la habitación; lady Chiltern se precipita tras él, pero la puerta se cierra cuando ella la alcan­za. Pálida, angustiada, se estremece como una planta en el agua. Sus manos, extendidas, parecen temblar en el aire como flores agi­tadas por el viento. Se derrumba por fin en un sofá y esconde el rostro entre las manos. Sus sollozos son como los de un niño.)

TELÓN

ACTO TERCERO

Escena: Biblioteca de la casa de lord Goring en Gurzon Street, Londres. A la derecha, una puerta que da al vestíbulo. A la izquierda, otra puerta que da al salón de fumar. El fuego está encendido. Phipps, el mayordomo, está colocando unos perió­dicos sobre la mesa. La nota distinguida de Phipps es su impa­sibilidad. Ha sido declarado por algunos entusiastas el mayordo­mo ideal. La esfinge no es tan impenetrable. No se sabe nada de su vida intelectual o emotiva. Representa el dominio de la forma. Entra lord Goring en traje de calle con una flor en el ojal. Lleva un sombrero de seda y una capa de Inverness. Guantes blancos y bastón estilo Luis XVI. No le falta ni uno de los delicados detalles de la moda. Se ve que está muy relaciona­do con la vida moderna, la cual, realmente, crea y gobierna. Es el primer filósofo bien vestido en la historia del pensamiento.

LORD GORING. ––¿Ha traído otra flor para mi ojal, Phipps?
PHIPPS. ––Sí, milord. (Le coge el sombrero, el bastón, la capa y le presenta una flor sobre una bandeja.)
LORD GORING. Es bastante distinguida, Phipps. Soy la única persona de poca importancia en Londres que lleva actualmente una flor en el ojal.
PHIPPS—Sí, milord.Ya lo he observado.
LORD GORING. ––(Quítándose la flor que llevaba.) ¡Ah, Phipps! La moda es lo que uno lleva. Lo que no está de moda es lo que llevan los demás.
PHIPPS. ––Sí, miord.
LORD GORING. ––Así como la vulgaridad es simple­mente la manera de obrar de los demás.
PHIPPS. ––Sí, milord.
LORD GORING. ––(Poniéndose la nueva flor)Y las false­dades son las verdades de los demás.
PHIPPS -Sí, milord.
LORD GORING. ––Los demás son completamente horrorosos. La única sociedad posible es la de uno mismo.
PHIPPS—Sí, milord.
LORD GORING. ––Amarse a sí mismo es el principio de una novela que dura toda la vida.
PHIPPS. ––Sí, milord.
LORD GORING. ––(Mirándose en el espejo.) No parece que me siente muy bien esta flor, Phipps. Me hace dema­siado viejo. O casi un niño, ¿eh, Phipps?
PHIPPS. ––No he observado ningún cambio en la apa­riencia del señor.
LORD GORING. ––¿No, Phipps?
PHIPPS. ––No, milord.
LORD GORING. ––No estoy seguro. Para el futu­ro, Phipps, los jueves por la noche deseo una flor más trivial.
PHIPPS. ––Se lo diré a la florista, milord. Ha tenido últi­mamente una pérdida en su familia, lo cual explica quizá la falta de trivialidad de la que se queja el señor.
LORD GORING. ¡––Extraordinario hecho entre las cla­ses bajas de Inglaterra!... Siempre están perdiendo pa­rientes.
PHIPPS. ––¡Sí, milord! Son muy afortunados en ese aspecto.
LORD GORING. ––(Se vuelve y le mira. Phípps permanece impasible.) ¡Hum! ¿Alguna carta, Phipps?
PHIPPS. ––Tres, milord. (Le da las cartas sobre una bandeja.)
LORD GORING. ––(Las coge.) Quiero mi coche dentro de veinte minutos.
PHIPPS. ––Sí, milord. (Va hacia la puerta.)
LORD GORING. ––¡Eh, Phipps! ¿Cuándo llegó esta carta?
PHIPPS. ––Fue traída en mano nada más irse el señor al club.
LORD GORING. ––Está bien. (Sale Phipps.) La letra y el papel de lady Chiltern. Esto es muy curioso. Creí que era Robert quien me escribía. Me pregunto qué tendrá que decirme lady Chiltern. (Se sienta en el escritorio, abre la carta y la lee.) «Le necesito. Cono en usted. Me dirijo a usted.» ¡Lo sabe todo! ¡Pobre mujer! ¡Pobre mujer! (Saca su reloj y lo mira.) ¡Pero qué horas de visita! ¡Las diez! Tendré que faltar a casa de los Berkshires. Sin embargo, siempre es bonito ser esperado y no aparecer. En el club de los sol­teros no me esperan, así que iré allí. Haré que compren­da a su marido. Es lo que debe hacer una mujer. El sen­tido moral de las mujeres es lo que hace el matrimonio tan difícil. Las diez. Pronto estará aquí. Debo decirle a Phipps que no estoy para nadie más. (Va hacia el timbre. Entra Phipps.)
PHIPPS. ––Lord Caversham.
LORD GORING. ––¡Oh! ¿Por qué los padres siempre aparecen en el peor momento? Supongo que es algún defecto extraño de la naturaleza. (Entra lord Caversham.) Encantado de verte, querido papá. (Va a su encuentro.)
LORD CAVERSHAM. ––Quítame la capa.
LORD GORING. ––¿Merece la pena, papá?
LORD CAVERSHAM. ––Naturalmente que sí, amigo. ¿Cuál es el sillón más confortable?
LORD GORING. ––Éste, Papá. Es el que uso yo cuando tengo visitas.
LORD CAVERSHAM. ––Gracias. ¿Espero que no habrá corriente en esta habitación?
LORD GORING. ––No, papá.
LORD CAVERSHAM. ––Me alegro. No puedo soportar las corrientes. En casa no las hay.
LORD GORING. ––Hay buenas brisas, papá.
LORD CAVERSHAM. ––¿Eh? No entiendo lo que quie­res decir. Quiero tener una conversación seria contigo, amiguito.
LORD GORING. ––¡Querido papá! ¿A esta hora?
LORD CAVERSHAIvt. ––Son sólo las diez. ¿Qué tienes que oponer a la hora? ¡Creo que es una hora admirable!
LORD GORING. ––La verdad es, papá, que hoy es un día que no puedo hablar en serio. Lo siento mucho, pero es así.
LORD CAVERSHAM. ––¿Qué quieres decir?
LORD GORING. ––Durante la temporada, papá, sólo hablo en serio los primeros martes de cada mes, de cua­tro a siete.
LORD CAVERSHAM. ––Bien; pues suponte que estamos en martes, amiguito.
LORD GORING. ––Pero es más tarde de las siete, papá, y mi doctor dice que no debo tener ninguna conversación seria después de las siete. Eso me hace hablar dormido.
LORD CAVERSHAM. ––¿Hablar dormido? ¿Qué impor­ta? Tú no estás casado.
LORD GORING. ––No, papá; no estoy casado.
LORD CAvERSHAM. ––¡Hum! De eso es de lo que he venido a hablar contigo, amiguito. Vas a casarte, e inme­diatamente. Cuando yo tenía tu edad, era ya un viudo inconsolable desde hacía tres meses y ya empezaba a cor­tejar a tu admirable madre. ¡Diablos, amiguito, tu deber es casarte! No puedes vivir siempre para el placer. Hoy día todo hombre de posición se casa. Los solteros ya no están de moda. Se los conoce demasiado. Debes conseguir una esposa, amiguito. Fíjate dónde ha llegado tu amigo Robert Chiltern gracias a su probidad, su trabajo y su sensato matrimonio con una buena mujer. ¿Por qué no lo imitas. ¿Por qué no lo tomas como modelo?
LORD GORING. ––Supongo que ya lo haré, papá.
LORD CAVERSHAM. ––Deseo que lo hagas. Enton­ces seré feliz. Le hago la vida imposible a tu madre por culpa tuya. No tienes corazón, amiguito, no tienes corazón.
LORD GORING. ––Supongo que no, papá.
LORD CAVERSHAM. ––Y ya es hora de que te cases. Tienes treinta y cuatro años, amiguito.
LORD GORING. ––Sí, papá, pero solamente admito treinta y dos... Treinta y uno y medio cuando llevo una buena flor en el ojal. Ésta que llevo ahora no es... lo bas­tante trivial.
LORD CAVERSHAM. ––Te digo que tienes treinta y cua­tro años, amiguito.Y, además, hay corrientes en esta habi­tación, lo cual hace que tu conducta sea aún peor. ¿Por qué me dijiste que no había corrientes? Noto que las hay, amiguito, lo noto perfectamente.
LORD GORING. ––Eso me parece, papá. Hay una corriente terrible. Iré a verte mañana, papá. Podremos hablar sobre todo lo que quieras. Déjame que te ayude a ponerte la capa, papá.
LORD CAVERSHAM. ––No, amiguito; he venido esta noche con un propósito definido, y he de conseguir lo que quiero aun a costa de mi salud o de la tuya.
LORD GORING. ––Desde luego, papá. Pero vamos a otra habitación. (Toca el timbre.) Aquí hay una corriente terrible. (Entra Phipps.) Phipps, ¿hay un buen fuego en el salón de fumar?
PHIPPS. ––Sí, milord.
LORD GORING. ––Vamos, allí, papá. Tus estornudos destrozan el corazón.
LORD CAVERSHAM. ––Bueno, amiguito, supongo que tengo derecho a estornudar cuando quiera, ¿no?
LORD GORING. ––Naturalmente, papá. Simplemente te expresaba mi simpatía.
LORD CAVERSHAM. ¡Oh! ¡Al diablo la simpatía! Hoy día hay demasiada.
LORD GORING. ––Estoy completamente de acuerdo contigo, papá. Si hubiera menos simpatía en el mundo, tendríamos menos complicaciones.
LORD CAVERSHAM. ––(Yendo hacia el salón de fumar.) Eso es una paradoja. Odio las paradojas.
LORD GORING. ––Yo también, papá. Todo el mundo es hoy día una paradoja. Es un gran aburrimiento.
LORD CAVERSHAM. ––(Se vuelve y mira a su hijo con el ceño fruncido.) ¿Siempre entiendes realmente lo que dices, amiguito?
LORD GORING. ––(Después de un momento de duda.) Sí, papá, si lo escucho con atención.
LORD CAVERSHAM. ––(Indignado.) ¡Si lo escuchas con atención! ¡Joven engreído! (Se va gruñendo al salón de fumar. Entra Phipps.)
LORD GORING. ––Phipps, esta noche va a venir a verme una dama para un asunto particular. Pásela al salón cuando llegue, ¿entiende?
PHIPPS. ––Sí, milord.
LORD GORING. ––Es un asunto de gran importancia, Phipps.
PHIPPs. ––Entiendo, milord. (Suena el timbre.)
LORD GORING. ––¡Ah! Probablemente ahí está. Yo mismo iré. (Justo cuando va hacía la puerta entra lord Caversham del salón de fumar.)
LORD CAVERSHAM ––¿Qué, amiguito? Te estoy esperando.
LORD GORING. ––(Nervioso.) Un momento, papá. Excúsame. (Lord Caversham se va de nuevo.) Bien; recuerde mis instrucciones, Phipps ... Al salón.
PHIPPS. ––Sí, milord. (Lord Goring se va al salón de fumar. Harold, el criado, introduce a mistress Cheveley. Lleva un vesti­do verde y plata y una capa negra de raso bordeada de seda de color rosa.)
HAROLD. ––¿Quién digo que ha llegado?
MISTRESS CHEVELEY. ––(A Phipps, que se dirige hacia ella.) ¿No está aquí lord Goring? Me han dicho que esta­ba en casa.
PHIPPS. ––El señor está ahora ocupado con lord Caversham, señora. (Le dirige a Harold una mirada fría y vidriosa y éste se retira inmediatamente.)
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Ah! ¡El amor filial!
PHIPPS. ––El señor me ha encargado que le diga que sea tan amable de esperar en el salón. El señor irá en­seguida.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Con un gesto de sorpresa.) ¿Lord Goring me espera?
PHIPPS. ––Sí, señora.
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Está usted seguro?
PHIPPS. ––El señor me dijo que si llegaba una dama preguntando por él, le esperase en el salón. (Va hacia la puerta del salón y la abre.) Las instrucciones que me dio el señor sobre el asunto han sido muy precisas.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Aparte.) ¡Qué precavido! Esperar lo inesperado demuestra una gran inteligencia. (Va hacia el salón y lo mira desde la puerta.) ¡Hum! ¡Qué tris­te parece siempre un salón de soltero! Tendré que cam­biar esto. (Phipps trae la lámpara que había sobre el escritorio.) No; no quiero esa lámpara. Ilumina demasiado. Encienda algún candelabro.
PHIPPS. ––(Vuelve a colocar la lámpara en su sitio.) Desde luego, señora.
MISTRESS CHEVELEY. ––Espero que tendrán unas bue­nas pantallas.
PHIPPS. ––No hemos tenido todavía ninguna queja de ellas, señora. (Pasa al salón y empieza a encender los candela­bros.)
MISTRESS CHEVELEY. ––(Aparte.) Me pregunto a qué mujer estará esperando esta noche. Será delicioso sor­prenderlo. Los hombres siempre parecen tontos cuando se los sorprende.Y eso siempre ocurre. (Mira a su alrededor y se acerca al escritorio.) ¡Qué habitación tan interesante! ¡Oh! ¡Qué correspondencia tan aburrida! ¡Facturas y tar­jetas! ¿Quién le escribirá con papel rosa? ¡Que tontería es escribir con papel rosa! Parece el principio de un roman­ce de clase media. Los romances nunca deberían empezar con el sentimiento. Deberían empezar con la ciencia y terminar con una buena dote. (Deja la carta y la vuelve a coger.) Conozco esta letra. Es la de Gertrude Chiltern. La recuerdo perfectamente. Los diez mandamientos en cada trazo de pluma y las leyes morales en cada página. ¿Qué le tendría que decir Gertrude? Algo horrible sobre mí, supongo. ¡Cómo detesto a esa mujer! (Lee la carta.) «Confio en usted. Lo necesito. Me dirijo a usted.» (En su rostro se dibuja un gesto de triunfo. Va a guardarse la carta cuan­do entra Phipps.)
PHIPPS. ––Los candelabros están encendidos, señora, como deseaba usted.
MISTRESS CHEVELEY. ––Gracias. (Se levanta y esconde la carta bajo una gran carpeta que hay sobre la mesa.)
PHIPPS. ––Congo en que los candelabros serán de su agrado, señora. Son los mejores que tenemos. Son los que usa el señor cuando se viste para la cena.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Con una sonrisa.) Entonces estoy segura de que estarán muy bien.
PHYSS. ––(En tono grave.) Gracias, señora. (Místress Cheveley entra en el salón. Phipps cierra la puerta y se retira. La puerta se vuelve a abrir lentamente y mistress Cheveley sale sigi­losamente, yendo hacía el escritorio. De repente se oyen voces que vienen dei salón de fumar. Místress Cheveley se pone pálida y se detiene. Las voces se hacen más elevadas y ella vuelve a entrar en el salón, mordiéndose el labio. Entran lord Goring y lord Ca­versham.)
LORD GORING. ––(En tono de rogativa.) Mi querido papá, si quiero casarme, supongo que tengo derecho a ele­gir el momento, el lugar y la persona, ¿no? Particular­mente la persona.
LORD CAVERSHAM. ––Eso es asunto mío, amiguito. Tú probablemente harías una mala elección. Soy yo quien debe ser consultado el primero, no tú. El afecto no tiene importancia; eso viene después en la vida conyugal.
LORD GORING. ––Sí. En la vida conyugal el afecto viene cuando marido y mujer se detestan por completo, ¿verdad? (Ayuda a lord Caversham a ponerse la capa.)
LORD CAVERSHAM. ––Ciertamente, amiguito. Quiero decir que ciertamente que no, amiguito. Esta noche dices muchas tonterías. Lo que yo digo es que el matrimonio es una asunto de sentido común.
LORD GORING. ––¡Pero las mujeres que tienen sentido común son tan curiosamente feas! ¿Verdad, papá? Na­turalmente, sólo hablo de oídas.
LORD CAVERSHAM. ––Ninguna mujer, fea o bonita, tiene sentido común, amiguito. El sentido común es un privilegio de nuestro sexo.
LORD GORING. ––Cierto.Y los hombres nos sacrifica­mos tanto que nunca lo usamos, ¿verdad, papá?
LORD CAVERSHAM. ––Yo lo utilizo, amiguito. No uti­lizo otra cosa.
LORD GORING. ––Eso me dice mamá.
LORD CAVERSHAM. ––Ése es el secreto de la felicidad de tu madre. Tú no tienes corazón, amiguito, no tienes corazón.
LORD GORING. ––Eso creo, papá. (Sale un momento y vuelve al instante, con gesto de sorpresa, en compañía de sir Robert Chiltern.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Mi querido Arthur, qué buena suerte haberte encontrado en la escalera! Tu cria­do me dijo que no estabas en casa. ¡Qué extraño!
LORD GORING. ––El hecho es que estoy terriblemen­te ocupado esta noche, Robert, y he dado orden de que digan que no estoy en casa para nadie. Hasta mi padre ha tenido un frío recibimiento. Todo el tiempo se ha estado quejando de las corrientes de aire.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Ah! Para mí debes estar en casa, Arthur. Eres mi mejor amigo. Quizá mañana seas mi único amigo. Mi esposa lo ha descubierto todo.
LORD GORING. ––¡Ah! ¡Lo había sospechado!
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Sí? ¿Cómo? ¿Por qué?
LORD GORING. ––(Después de una vacilación.) ¡Oh! Simplemente por algo que he notado en la expresión de tu cara al entrar. ¿Quién se lo ha dicho?
SIR ROBERT CHILTERN. ––La misma mistress Cheveley.Y la mujer que amo sabe que empecé mi carrera con un acto deshonroso, que cimenté mi vida sobre un hecho vergonzoso..., que vendí como un vulgar tratante el secreto que se me había confiado como a un hombre de honor. Doy gracias al cielo de que el pobre lord Radley muriese sin conocer mi traición. Hubiera muer­to gustoso antes de haber tenido aquella horrible tenta­ción, de haber caído tan bajo. (Oculta el rostro entre las manos.)
LORD GORING. ––(Después de una pausa.) ¿No has tenido noticias de Viena en contestación a tu telegrama?
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Alzando la vista.) Sí; he tenido un telegrama del secretario esta noche a las ocho.
LORD GORING. ––¿Y bien...?
SIR ROBERT CHILTERM. ––No se sabe absolutamente nada contra ella. Por el contrario, ocupa una posición bas­tante elevada en la sociedad. Es una especie de secreto a voces que el barón Arnheim le dejó gran parte de su inmensa fortuna. Aparte de eso no sé nada más.
LORD GORING. ––Entonces ¿no parece ser una espía?
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Oh! Hoy día los espías no son de ningún utilidad. Su profesión ha decaído. Los periódicos hacen su trabajo.
LORD GORING. ––Y lo hacen tremendamente bien.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Arthur, tengo mucha sed. ¿Puedo llamar para pedir algo? ¿Un poco de vino del Rin con seltz?
LORD GORING. ––Naturalmente. Permíteme. (Toca el timbre.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––iGracias! No sé qué hacer, Arthur, no sé qué hacer, y tú eres mi único amigo. Un gran amigo, el único en quien puedo confiar. Puedo con­fiar en ti por completo, ¿verdad? (Entra Phipps.)
LORD GORING. ––Por supuesto, querido Robert. (A Phipps.) Traiga un poco de vino del Rin con seltz.
PHIPPS. ––Sí, milord.
LORD GORING. ––¿Me perdonas un momento, Robert? Quiero darle algunas instrucciones a mi criado.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Desde luego.
LORD GORING. ––Cuando venga esa dama, dígale que esta noche no vendré a casa. Dígale que me han llamado fuera de la ciudad repentinamente. ¿Entiende?
PHIPPS. ––La señora está en esa habitación, milord. Me dijo que la pasara ahí, milord.
LORD GORING. ––Muy bien, Phipps. (Sale Phipps.) ¡En qué lío estoy! No; creo que saldré de él. Le daré una nota a través de la puerta. Aunque es un asunto muy difícil.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Arthur, dime lo que debo hacer. Mi vida parece derrumbarse. Soy como un barco sin timón en una noche sin estrellas*.
* La imagen es convencional y representativa de la tradición petrar­quista y del amor cortés.

LORD GORING. ––Robert, tú amas a tu esposa, ¿verdad?
SIR ROBERT CHILTERN. ––La amo más que a nada en el mundo. Pensaba que la ambición era una gran cosa. No es así. El amor es lo más grande del mundo. No hay nada como el amor, y yo la amo. Pero estoy deshonrado a sus ojos. Hay un gran abismo entre nosotros. Ella me ha des­cubierto, Arthur, me ha descubierto.
LORD GORING. ––¿Ella nunca ha cometido en su vida alguna tontería..., alguna indiscreción... para no poder ahora perdonarte tu pecado?
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Mi esposa! ¿Jamás! Ella no sabe lo que son la debilidad ni la tentación. Yo soy de barro como los demás hombres. Ella es algo aparte, como las mujeres buenas..., inflexible en su perfección; fría, severa y sin clemencia. Pero yo la amo, Arthur. No tene­mos hijos y no tengo a nadie más a quien amar, a nadie más que me ame. Quizá si Dios nos hubiese dado hijos, ella hubiera sido más compasiva conmigo. Pero Dios nos ha dejado solos. Y ella ha destrozado mi corazón. No hablemos de eso. He sido brutal con ella esta noche. Pero supongo que cuando los pecadores hablan a los santos son siempre brutales. Le dije cosas que eran horriblemente ciertas desde mi punto de vista, desde el punto de vista de los hombres. Pero no hablemos de eso.
LORD GORING. ––Tu esposa te perdonará. Quizá en este momento te esté perdonando. Ella te ama, Robert. ¿Por qué no iba a perdonarte?
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Dios lo quiera! ¡Dios lo quiera! (Esconde el rostro entre las manos.) Pero hay algo más que debo decirte, Arthur. (Entra Phipps con las bebidas.)
PHIPPS. ––(Tiende el vino con seltz a sir Robert Chiltern.) Vino del Rin con seltz, señor.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Gracias.
LORD GORING. ––¿Está aquí tu coche, Robert?
SIR ROBERT CHILTERN. ––No; he venido a pie desde el club.
LORD GORING. ––Sir Robert cogerá mi coche, Phipps.
PHIPPS. ––Sí, milord. (Sale.)
LORD GORING. ––Robert, ¿no te importará que te diga que te vayas?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Arthur, déjame estar cinco minutos. He pensado lo que voy a decir en la Cámara esta noche. El debate sobre el canal argentino empezará a las once. (Se cae una silla en el salón.) ¿Qué es eso?
LORD GORING. ––Nada.
SIR ROBERT CHILTERN. ––He oído caerse una silla en la habitación de al lado. Alguien ha estado escuchando.
LORD GORING. ––No, no; no hay nadie.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Hay alguien. Hay luz en la habitación y la puerta está entreabierta. Alguien ha estado escuchado todo el secreto de mi vida. Arthur, ¿qué sig­nifica esto?
LORD GORING. ––Robert, estás excitado, nervioso. Te digo que no hay nadie en esa habitación. Siéntate, Robert.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Me das tu palabra de que no hay nadie?
LORD GORING. ––Sí.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Arthur, déjame verlo. (Se levanta.)
LORD GORING. ––No, no.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Si no hay nadie, ¿por qué no puedo mirar? Arthur, debes dejarme verlo por mismo. Déjame que me convenza de que nadie ha oído el secreto de mi vida. Arthur, no te das cuenta del momento que estoy atravesando.
LORD GORING. ––Robert, terminemos. Te he dicho que no hay nadie en esa habitación...Ya es suficiente.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Se abalanza hacia la puerta del salón.) No es suficiente. Insisto en verlo. Me has dicho que no hay nadie. ¿Qué razón tienes para negarte a que lo vea?
LORD GORING. ––¡Por Dios! ¡No! Hay alguien ahí. Alguien a quien no debes ver.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Ah! ¡Ya lo imaginaba!
LORD GORING. ––Te prohíbo que entres en esa habi­tación.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Atrás! Mi vida está en juego. Y no me importa quién sea. Sabré a quién le he contado el secreto de mi vergüenza. (Entra en la habi­tación.)
LORD GORING. ––¡Cielo santo! ¡Su propia esposa! (Vuelve a aparecer sir Robert Chiltern con un gesto de ira en el rostro.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Cómo explicas la presencia de esa mujer aquí?
LORD GORING. ––Robert, te juro por mi honor que es inocente de toda culpa.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Es vil e infame!
LORD GORING. ––¡No digas eso, Robert! Por ti ha ve­nido aquí. Para intentar salvarte. Te ama a ti y a nadie más.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Estás loco. ¿Qué tengo yo que ver con sus intrigas? ¡Te dejo con tu querida! Sois el uno para el otro. Ella, corrompida e indecente... Tú, un amigo falso, más traidor que un enemigo.
LORD GORING. ––No es cierto Robert.Te juro que no es cierto. Ante ella y ante ti lo explicaré todo.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Déjame pasar.Ya has men­tido bastante bajo tu palabra de honor. (Sir Robert Chiltern se va. Lord Goring se dirige hacia la puerta del salón cuando sale mistress Cheveley con gesto radiante y divertido.)
MISTRESS CHEVELEY. ––(Con un gesto burlón.) ¡Buenas noches, lord Goring!
LORD GORING. ––¡Mistress Cheveley! ¡Cielos!... ¿Pue­do saber qué está haciendo en mi salón?
MISTRESS CHEVELEY. ––Simplemente escuchar. Tengo una gran pasión por escuchar a través de las cerraduras. Siempre se oyen cosas maravillosas.
LORD GORING. ––¿No es eso tentar a la providencia?
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh! Seguramente la provi­dencia podrá resistir la tentación por esta vez. (Le hace una señal para que le ayude a quitarse la capa, lo cual él hace.)
LORD GORING. ––Me alegro de que haya venido. Voy a darle algunos buenos consejos.
MISTRESS CHEVELEY. ¡Oh! Le ruego que no lo haga. No se le debe dar a una mujer nada que no pueda llevar por la noche.
LORD GORING. ––Veo que es usted tan original como antes.
MISTREss CHEVELEY. ––¡Mucho más! He mejorado grandemente. Tengo más experiencia.
LORD GORING. ––La excesiva experiencia es una cosa peligrosa. Le ruego que tome este cigarrillo. La mitad de las mujeres de Londres fuman cigarrillos. Personalmente prefiero la otra mitad.
MISTRESS CHEVELEY. ––Gracias. Nunca fumo. A mi modista no le gustaría, y el primer deber en la vida de una mujer es tener contenta a su modista, ¿verdad? El segun­do deber no lo ha descubierto nadie todavía.
LORD GORING. ––Ha venido usted aquí a venderme la carta de Robert Chiltern, ¿verdad?
MISTRESS CHEVELEY. ––¡A ofrecérsela bajo algunas condiciones! ¿Cómo lo ha adivinado?
LORD GORING. ––Porque usted no ha mencionado el asunto. ¿La tiene aquí?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Sentándose.) ¡Oh, no! Un buen vestido no tiene bolsillos.
LORD GORING. ––¿Cuál es su precio?
MISTRESS CHEVELEY. ¡Qué absurdamente inglés es usted! Los ingleses creen que un talonario de cheques puede resolver cualquier problema de la vida. Mi queri­do Arthur, tengo mucho más dinero que usted y tanto como el que ha ganado Robert Chiltern. Dinero no es lo que quiero.
LORD GORING. ––Entonces, ¿qué quiere usted, mistress Cheveley?
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Por qué no me llama Laura?
LORD GORING. ––No me gusta el nombre.
MISTRESS CHEVELEY. ––Antes lo adoraba.
LORD GORING. ––Sí, por eso mismo. (Místress Cheveley le índíca con un gesto que se síente. Él sonríe y lo hace.)
MISTRESS CHEVELEY. ––Arthur, usted me amó una vez.
LORD GORING. ––Sí.
MISTRESS CHEVELEY. ––Y me pidió que fuera su mujer.
LORD GORING. ––Ése fue el resultado natural de mi amor.
MISTRESS CHEVELEY. ––Y me dejó porque vio o creyó ver al pobre lord Mortlake intentando tener un violento flirteo conmigo en el invernadero de Tenby.
LORD GORING. ––Me parece que mi abogado arregló el asunto con usted bajo ciertas condiciones... que usted misma dictó.
MISTRESS CHEVELEY. ––Por entonces yo era pobre; usted era rico.
LORD GORING. ––Sí. Por eso pretendió usted amarme.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Encogiéndose de hombros.) ¡El pobre y viejo lord Mortlake sólo tenía dos temas de con­versación: su gota y su mujer! Nunca pude saber de cuál de los dos hablaba. Solía tener el más horrible lenguaje, fue usted tonto, Arthur. Lord Mortlake no fue para mí más que un entretenimiento. Uno de esos aburridos entretenimientos que sólo se encuentran en una casa de campo inglesa y en un domingo inglés. No creó que nadie sea moralmente responsable de lo que se hace en una casa de campo inglesa.
LORD GORING. ––Sí. Conozco a mucha gente que piensa así.
MISTRESS CHEVELEY-Yo lo he amado, Arthur.
LORD GORING. ––Mi querida mistress Cheveley, ha sido usted demasiado inteligente siempre para saber nada de amor.
MISTRESS CHEVELEY. ––Lo amaba. Y usted me amaba a mí. Usted sabe que me amaba; y el amor es una cosa maravillosa. Supongo que cuando un hombre ha amado una vez a una mujer, lo hará todo por ella, excepto con­tinuar amándola. (Pone su mano sobre la de él.)
LORD GORING. ––(Separando su mano suavemente.) Sí; excepto eso.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Después de una pausa.) Estoy cansada de vivir en el extranjero. Quiero volver a Lon­dres. Quiero tener una casa encantadora aquí. Quiero tener un salón. Si se pudiera enseñar a hablar al inglés y a escuchar al irlandés, la sociedad sería mucho más civiliza­da. Además, he llegado a mi época romántica. Cuando lo vi a usted anoche en la casa de los Chiltern, supe que era la única persona que me había preocupado, si es que me ha preocupado alguien, Arthur.Y por eso, en la mañana del día que se case conmigo, le entregaré la carta de Robert Chiltern. Ésa es mi oferta. Se la daré ahora si pro­mete casarse conmigo.
LORD GORING. ––¿Ahora?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Sonriendo.) Mañana.
LORD GORING. ––¿Habla en serio realmente?
MISTRESS CHEVELEY. ––Sí; completamente en serio.
LORD GORING. ––Sería un esposo muy malo.
MISTRESS CHEVELEY. ––No me preocupan los malos esposas. He tenido dos. Me divirtieron inmensamente.
LORD GORING. ––Querrá decir que se divirtió inmen­samente, ¿no?
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Qué sabe usted de mi vida matrimonial?
LORD GORING. ––Nada; pero puedo leer en ella como en un libro.
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Que libro?
LORD GORING. ––(Levantándose.) El de cuentas.
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Cree usted que está bien ser tan grosero con una mujer en su casa?
LORD GORING. ––En el caso de las mujeres fascinado­ras, el sexo es un desafío, no una defensa.
MISTRESS CHEVELEY. ––Supongo que no es un cum­plido. Mi querido Arthur, a las mujeres nunca se nos desarma con cumplidos. A los hombres, sí. Ésa es la dife­rencia entre los dos sexos.
LORD GORING. ––A las mujeres nunca se las desarma con nada, que yo sepa.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Después de una pausa.) Entonces, ¿va usted a permitir que su gran amigo Robert Chiltern quede arruinado antes que casarse con una mujer que aún tiene considerables atractivos? Creí que habría usted lle­gado al más elevado sacrificio, Arthur. El resto de su vida podría haber estado completando sus propias perfecciones.
LORD GORING. ––¡Oh! Eso ya lo hago.Y el sacrificio es una cosa que debía estar fuera de la ley. ¡Es tan desmoralizador para la gente por la que uno se sacrifica! Siempre acaban mal.
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Como si algo pudiese desmo­ralizar a Robert Chiltern! Parece usted olvidar que co­nozco su verdadero carácter.
LORD GORING. ––Lo que usted sabe de él no es su ver­dadero carácter. Eso fue una locura de la juventud, des­honrosa, lo admito, vergonzosa, lo que usted quiera..., pero no es su verdadero carácter.
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Cómo se defienden unos a otros los hombres!
LORD GORING. ¡Cómo se atacan unas a otras las mujeres!
MISTRESS C1EVELEY. ––(En tono amargo.)Yo sólo ataco a una mujer: a Gertrude Chiltern. La odio. La odio ahora más que nunca.
LORD GORING. ––Porque ha causado una verdadera tragedia en su vida, supongo.
MISTRESS CHEVELEY. ––(En tono de burla.) ¡Oh! Sólo hay una tragedia verdadera en la vida de una mujer. ..Y es que su pasado es siempre su amante, y su futuro, invaria­blemente, su marido.
LORD GORING. ––Lady Chiltern no sabe nada de esa vida de que habla usted.
MISTRESS CHEVELEY. ––Una mujer que usa guantes del siete y tres cuartos no sabe mucho de nada. ¿Sabía usted que Gertrude usa guantes del siete y tres cuartos? Ésa es una de las razones por la que nunca ha habido ninguna simpatía moral entre nosotras... Bueno, Arthur, supongo que esta entrevista romántica ha llegado a su fin. Admitirá que era romántica, ¿verdad? Por el privilegio de ser su esposa iba a renunciar a un gran asunto, la culminación de mi carrera diplomática. Usted se ha negado. Muy bien. Si sir Robert no apoya el proyecto argentino, lo descubriré. «Voilá tout»*.
* Eso es todo.
LORD GORING. ––No debe hacer eso. Sería vil, horri­ble, infame.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Encogiéndose de hombros.) ¡Oh! No utilice palabras duras. ¡Significan tan poco! Esto es una transacción comercial. Eso es todo. No está bien mezclar en ella el sentimentalismo. Le ofrezco a sir Ro­bert Chiltern venderle una cosa. Si no paga mi precio, tendrá que pagar al mundo un precio mayor. No hay más que decir. Debo irme. Adiós. ¿No me da la mano?
LORD GORING. ––¿A usted? No. Su transacción con Ro­bert Chiltem puede pasar por una odiosa transacción co­mercial en una época odiosamente comercializada; pero usted parece olvidar que ha venido aquí esta noche para hablar de amor; usted, para quien el amor no es más que un libro cerrado; usted, que fue esta tarde a casa de una de las más nobles mujeres del mundo para degradar a su marido ante ella, para intentar matar su amor por él, para poner vene­no en su corazón y amargura en su vida, para romper su ídolo, y, si hubiera podido, para destrozar su alma. Eso yo no puedo perdonárselo. Para eso no puede haber perdón.
MISTRESS CHEVELEY. ––Arthur, es usted injusto con­migo. Créame, es muy injusto conmigo. No fue para herir a Gertrude. No tenía idea de hacer nada de todo eso cuando entré. Fui con lady Markby simplemente para ver si habían encontrado en su casa un adorno, una joya, que perdí anoche no sé en dónde. Si no me cree, pregúntele a lady Markby. Ella le dirá que es cierto. La escena ocu­rrió después de marcharse lady Markby, yo me vi obliga­da a contestar a las groserías de Gertrude. Fui allí, ¡oh!, con un poco de malicia, si usted quiere, pero realmente para preguntar por mi broche de diamantes. Ése fue el origen de todo el asunto.
LORD GORING. ––¿Un broche de diamantes en forma de serpiente con un rubí?
MISTRESS CHEVELEY. ––Sí. ¿Cómo lo sabe?
LORD GORING. ––Porque lo he encontrado. Me olvi­dé estúpidamente de dárselo al mayordomo al salir. (Va hacia el escritorio y abre los cajones.) Está en este cajón. No, en este otro. Éste es el broche, ¿verdad? (Le enseña el broche.)
MISTRESS CHEVELEY. ––Sí; me alegro de haberlo recu­perado.
LORD GORING. ––¿Se lo va a poner?
MISTRESS CHEVELEY. ––Ciertamente, si usted me lo coloca. (Lord Goring se lo pone rápidamente en el brazo.) ¿Por qué me lo pone como brazalete? No sabía que se podía usar como tal.
LORD GORING. ––¿De veras?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Extendiendo su hermoso brazo.) No; pero está muy bien como brazalete, ¿verdad?
LORD GORING. ––Sí; mucho mejor que cuando lo vi por última vez.
MISTRESS CHEVELEY. ––¿Cuándo lo vio por última vez?
LORD GORING. ––(Tranquilamente.) ¡Oh! Hace diez años, a lady Berkshire, a quien usted se lo ha robado.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Estremeciendose) ¿Qué quiere decir?
LORD GORING. ––Quiero decir que se lo ha robado usted a mi prima, lady Berkshire, a quien se lo regalé cuando se casó. Las sospechas cayeron sobre un criado, que fue expulsado enseguida. Anoche lo reconocí. Decidí no decir nada hasta haber encontrado al ladrón. Ahora lo he encontrado y he oído su propia confesión.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Moviendo la cabeza.) No es cierto.
LORD GORING. ––Usted sabe que sí. Su cara lo dice claramente.
MISTRESS CHEVELEY. ––Lo negaré todo del principio al fin. Diré que nunca he visto este objeto antes, que nunca ha estado en mi poder. (Mistress Cheveley intenta quitarse el brazalete, pero en vano. Lord Goring la mira diverti­do. Los finos dedos de ella manipulan en la joya. Todo es inútil. Suelta una maldición.)
LORD GORING. ––El inconveniente de robar algo, mistress Cheveley, es que nunca se sabe lo maravilloso que es el objeto. Usted no podrá quitarse el brazalete, a menos que sepa dónde está el broche.Y ya veo que no lo sabe. Es bastante dificil de encontrar.
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Bruto! ¡Cobarde! (Intenta de nuevo quitarse la joya, pero es inútil.)
LORD GORING. ––¡Oh! No use palabras duras. ¡Sig­nifican tan poco!
MISTRESS CHEVELEY. ––(Vuelve otra vez a apretar el bra­zalete en un paroxismo de rabia, emitiendo sonidos inarticula­dos. Se detiene al fin y mira a lord Goring.) ¿Qué va usted a hacer?
LORD GORING. ––Voy a llamar a mi criado. Es un cria­do admirable. Siempre viene cuando se lo llama. Cuando venga, le diré que avise a la policía.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Temblando.) ¿A la policía? ¿Para qué?
LORD GORING. ––Mañana los Berkshire la persegui­rán. Para eso es la policía.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Ahora se encuentra en la agonía del terror físico. Su rostro está alterado. Su boca torcida. Se le ha caído la máscara. Da miedo mirarla en este momento.) No haga eso. Haré lo que usted quiera.Todo lo que usted quiera.
LORD GORING. ––Déme la carta de Robert Chiltern.
MISTRESS CHEVELEY. ––¡Espere! ¡Un momento! Déme tiempo para pensar.
LORD GORING. ––Déme la carta de Robert Chiltern.
MISTRESS CHEVELEY. ––No la tengo aquí. Se la daré mañana.
LORD GORING. ––Sabe que está mintiendo. Démela inmediatamente. (Mistress Cheveley saca de la carta y se la da. Está terriblemente pálida.) ¿Es ésta?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Con voz ronca.) Sí.
LORD GORING. ––(Coge la carta, la examina, suspira y la quema en un candelabro.) Para ser una mujer tan bien ves­tida, mistress Cheveley, tiene momentos de admirable sentido común. La felicito.
MISTRESS CHEVELEY. ––(Ve la carta de lady Chiltern que asoma un poco por debajo de la carpeta.) Por favor, déme un vaso de agua.
LORD GORING. ––Desde luego. (Va hacia un rincón de la habitación y vierte ggua en un vaso. Mientras está de espaldas, mistress Cheveley coge la carta de lady Chíltern. Cuando lord Goring se vuelve, rechaza el vaso con un gesto.)
MISTRESS CHEVELEY. Gracias. ¿Quiere ayudarme a ponerme la capa?
LORD GORING. ––Encantado. (Le pone la capa.)
MISTRESS CHEVELEY.Gracias. Nunca volveré a in­tentar hacerle daño a Robert Chiltern.
LORD GORING.–Afortunadamente, ya no tiene me­dios para hacérselo, mistress Cheveley.
MISTRESS CHEVELEY. Bien; y si los tuviera, no los usaría. Por el contrario, voy a hacerle un gran favor.
LORD GORING. ––Me alegro de oírlo. Es una reforma.
MISTRESS CHEVELEY. ––Sí. No puedo soportar que un caballero, un honorable caballero inglés, sea tan vergon­zosamente engañado y tan...
LORD GORING. ––¿Qué?
MISTRESS CHEVELEY. ––Toda la confesión de la agoni­zante Gertrude está en mi bolsillo.
LORD GORING. ––¿Qué quiere decir?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Con una amarga nota de triunfo en su voz.) Quiero decir que voy a enviarle a Robert Chiltern la carta de amor que su esposa le ha escrito a usted esta noche.
LORD GORING. ––¿Carta de amor?
MISTRESS CHEVELEY. ––(Riendo.) «Lo necesito. Confio en usted. Me dirijo a usted. Gertrude.» (Lord Goring se abalanza hacia el escritorio, coge el sobre y ve que está vacío; entonces se vuelve.)
LORD GORING. ––Perversa mujer, ¿siempre tiene que estar ideando maldades? Devuélvame la carta. Se la quita­ré a la fuerza. No dejará usted mi habitación hasta que me la haya dado. (Vaya hacia ella, pero mistress Cheveley toca el timbre electrónico que hay sobre la mesa. El timbre suena agu­damente y entra Phípps.)
MISTRESS CHEVELEY. ––-(Después de una pausa.) Lord Goring lo llamaba simplemente para que me acompaña­se a la puerta. ¡Buenas noches, lord Goring! (Sale seguida de Phípps. Su rostro está iluminado por una maligna sonrisa de triunfo. Hay alegría en sus ojos. Parece más joven. Su última mirada es como un agudo dardo. Lord Goring se muerde el labio y enciende un cígarrillo.)

TELÓN

ACTO CUARTO

Escena: La misma del acto segundo. Lord Goring está junto a la chimenea con las manos en los bolsillos. Parece muy preo­cupado.

LORD GORING. ––(Saca su reloj, lo mira y toca el timbre.) Es un gran fastidio. No puedo encontrar a nadie con quien hablar en esta casa.Y yo estoy lleno de interesantes noticias. Me siento como la última edición de un perió­dico. (Entra un criado.)
JAMES. ––Sir Robert está todavía en el Ministerio de Asuntos Exteriores, milord.
LORD GORING. ––¿Lady Chiltern no ha bajado todavía?
JAMES. ––La señora aún está en su habitación. Miss Chiltern acaba de llegar de su paseo a caballo.
LORD GORING. ––(A parte.) ¡Ah! Eso ya es algo.
JAMES. ––Lord Caversham está esperando desde hace un rato a sir Robert en la biblioteca. Le dije que el señor estaba aquí.
LORD GORING. ––Sea tan amable de decirle que me he ido.
JAMES. ––(Inclinándose.) Así lo haré, milord. (Sale el criado.)
LORD GOR1NG. ––Realmente, no quiero ver a mi padre tres días seguidos. Es demasiada excitación para un hijo. Espero que no se le ocurrirá venir. Los padres no debían ser vistos ni oídos. Sería la mejor base para una buena vida familiar. Las madres son diferentes. Son más cariñosas. (Se deja caer en un sillón, coge un periódico y empieza a leerlo. Entra lord Caversham.)
LORD CAVERSHAM. ––Bueno, amiguito, ¿qué haces aquí? Perdiendo el tiempo, como de costumbre, ¿no?
LORD GORING. ––(Deja el periódico y se levanta.) Que­rido papá, cuando uno hace una visita es para hacer per­der el tiempo a los demás, no para perder el suyo.
LORD CAVERSHAM. ––¿Has pensado en lo que te dije anoche?
LORD GORING. ––No he hecho otra cosa.
LORD CAVERSHAM. ––¿Te has prometido ya?
LORD GORING. ––(Alegremente.) Aún no; pero espero hacerlo antes del almuerzo.
LORD CAVERSHAM. ––Te dejo hasta la hora de la cena, si te conviene.
LORD GORING. ––Muchas gracias, pero creo que lo haré antes del almuerzo.
LORD CAVERSHAM. ––¡Hum! Nunca sé cuándo hablas en serio o no.
LORD GORING. ––Ni yo, papá. (Una pausa.)
LORD CAVERSHAM. ––Supongo que habrás leído el Times de esta mañana...
LORD GORING. ––¿El Times? Ciertamente que no. Solamente leo el Morning Post. Todo lo que uno debería saber sobre la vida moderna es dónde están las duquesas; todo lo demás es muy desmoralizador.
LORD CAVERSHAM. ––¿Quieres decir que no has leído el artículo de fondo del Times sobre la carrera de Robert Chiltern?
LORD GORING. ––¡Cielo santo! No. ¿Qué dice?
LORD CAVERSHAM. ––¿Qué va a decir, amiguito? Cosas buenas para él, naturalmente. El discurso de Chiltern anoche sobre el canal argentino fue una de las más hermosas piezas oratorias que se han dicho en la Cámara desde Canning.
LORD GORING. ––¡Ah! Nunca he oído hablar de Canning. Ni lo necesito. ¿Y Chiltern... apoyó el proyecto?
LORD CAVERSHAM. ––¿Apoyarlo? ¡Qué poco lo conoces! Lo echó abajo, y también todo el sistema moderno de la finanza política. Este discurso es la culminación de su carre­ra, como señala el Times. Debes leer este artículo, amiguito. (Abre el Times) «Sir Robert Chiltern..., el más grande de nuestros jóvenes estadistas... Brillante orador... Carrera extraordinaria... Famoso por su carácter íntegro... Re­presenta lo mejor de la vida pública inglesa.. Noble contras­te con la moralidad debilitada tan corriente hoy día entre los políticos extranjeros.» Nunca dirán esto de ti, amiguito.
LORD GORING. ––Sinceramente, espero que no, papá. Sin embargo, me alegro que lo digan de Robert, me ale­gro muchísimo. Demuestra que ha sido valiente.
LORD CAVERSHAM. ––Ha sido más que valiente, ami­guito, ha sido un genio.
LORD GORING. ––¡Ah! Prefiero la valentía. Hoy día no es tan vulgar como el genio.
LORD CAVERSHAM. ––Desearía que tú entraras en el Parlamento.
LORD GORING. ––Querido papá, solamente la gente aburrida entre en la Cámara de los Comunes, y sólo esta gente tiene éxito en ella.
LORD CAVERSHAM. ––¿Por qué no intentas hacer algo útil en la vida?
LORD GORING. ––Soy demasiado joven.
LORD CAVERSHAM. ––Odio esta afectación al hablar de juventud, amiguito. Hoy día es demasiado corriente.
LORD GORING. ––La juventud no es una afectación. Es un arte.
LORD CAVERSHAM. ––¿Por qué no te declaras a la bo­nita miss Chiltern?
LORD GORING. ––Soy muy nervioso, especialmente por las mañanas.
LORD CAVERS~. ––Supongo que no tendrías la me­nor probabilidad de que te aceptase.
LORD GORING. ––No sé qué estado de ánimo tendrá hoy.
LORD CAVERSHAM. ––Si te aceptase, sería la loca más bonita de Inglaterra.
LORD GORING. ––Por eso me gustaría casarme con ella. Una esposa muy sensata me reduciría a una condi­ción de absoluta idiotez en menos de seis meses.
LORD CAVERSHAM. ––No te la mereces, amiguito.
LORD GORING. ––Querido papá, si los hombres nos casásemos con las mujeres que merecemos, lo pasaríamos mal. (Entra Mabel Chiltern.)
MABEL CHILTERN. ––¡Oh!... ¿Cómo está usted, lord Caversham? Supongo que lady Caversham estará perfec­tamente...
LORD CAVERSHAM. ––Lady Caversham está como siempre, como siempre.
LORD GORING. ––¡Buenos días, mis Mabel!
MABEL CHILTERN. ––(Sin querer darse cuenta de la pre­sencia de lord Goring y dirigiéndose exclusivamente a lord Ca­versham.) Y los sombreros de lady Caversham..., ¿están mejor?
LORD CAVERSHAM. ––Han tenido una seria recaída, siento decirlo.
LORD GORING. ––Buenos días, miss Mabel.
MABEL CHILTERN. ––(A lord Caversham.) Supongo que no será necesaria una operación...
LORD CAVERSHAM. ––(Sonriendo.) Si lo fuera, tendría­mos que narcotizar a lady Caversham. De otro modo, no consentiría que se les tocase ni una pluma.
LORD GORING. ––(Con marcada insistencia.) ¡Buenos días, miss Mabel!
MABEL CHILTERN. ––(Volviéndose sorprendida.) ¡Oh! ¿Está usted aquí? Naturalmente, comprenderá que des­pués de faltar a la cita no volveré a hablarle más.
LORD GORING. ––¡Oh! Le ruego que no diga eso. Usted es la única persona en Londres que me gusta que me escuche.
MABEL CHILTERN. ––Lord Goring, jamás he creído una palabra de lo que me dice.
LORD CAVERSHAM. ––Lamento no tener ninguna in­fluencia sobre mi hijo, miss Mabel. Desearía tenerla. Si fuera así, sé lo que iba a obligarle hacer.
LORD CAVERSHAM. ––Temo que tiene uno de esos caracteres terriblemente débiles que no son susceptibles a la influencia.
LORD CAVERSHAM. ––No tiene corazón, no tiene corazón.
LORD GORING. ––Me parece que aquí estoy de más.
MABEL CHILTERN. ––Es muy bueno para usted saber lo que la gente dice a mis espaldas. Me halaga demasiado.
LORD CAVERSHAM. ––Después de todo esto, querida mía, debo decirle adiós.
MABEL CHILTERN. ––¡Oh! Supongo que no me dejará sola con lord Goring... Especialmente a una hora tan temprana.
LORD CAVERSHAM. ––Temo no poder llevarla conmi­go a Downing Street. Hoy el primer ministro no recibe a los sin empleo. (Estrecha la mano de Mabel Chiltern, coge su sombrero y su bastón y sale, después de lanzar una mirada de indignación a lord Goring.)
MABEL CHILTERN. ––(Coge unas rosas y se pone a arre­glarlas en un jarrón que hay sobre la mesa.) La gente que no acude a las citas en el parque es horrible.
LORD GORING. ––Detestable.
MABEL CHILTERN. ––Me alegro de que lo admita. Pero me gustaría que no estuviese tan alegre.
LORD GORING. ––No puedo evitarlo. Siempre estoy alegre cuando me encuentro con usted.
MABEL CHILTERN. ––(Tristemente.) Entonces..., supon­go que es mi deber quedarme con usted...
LORD GORING. ––Naturalmente.
MABEL CHILTERN. Bien; pues mi deber es una cosa que nunca cumplo. Siempre me deprime. Así que temo que voy a dejarlo.
LORD GORING. ––Le ruego que no lo haga, miss Mabel. Tengo algo muy personal que decirle.
MABEL CHILTERN. ––¡Oh! ¿Es una declaración?
LORD GORING. ––(Algo turbado.) Bien; sí, lo es... Debo admitir que es eso.
MABEL CHILTERN. ––(Con un gesto de satisfacción.) Me alegro; es la segunda hoy.
LORD GORING. ––(Indignado.) ¿La segunda? ¿Quién es el engreído impertinente que se ha atrevido a declararse antes que yo?
MABEL CHILTERN. ––Tommy Trafford, naturalmente. Es uno de los días de Tommy. Siempre se declara los mar­tes y jueves durante la temporada.
LORD GORING. ––Supongo que no lo habrá aceptado...
MABEL CHILTERN. ––Tengo la costumbre de no acep­tarlo jamás. Por eso sigue declarándose. Desde luego, como usted no vino esta mañana, estuve a punto de decirle que sí. Hubiera sido una excelente lección para él y para usted. Les hubiera enseñado a ambos mejores mo­dales.
LORD GORING. ––¡ Oh! ¡Al diablo Tommy Trafford! Es un idiota.Yo la amo.
MABEL CHILTERN. ––Lo sé. Y creo que podía habér­melo dicho antes. Estoy segura de que le he dado muchas oportunidades.
LORD GORING. ––Mabel, sea usted seria, se lo ruego.
MABEL CHILTERN. ––¡Ah! Ésa es la clase de cosas que un hombre siempre dice a una mujer antes de casarse con ella. Después nunca vuelve a decirlas.
LORD GORING. ––(Cogiéndole la mano.) Mabel, le he dicho que la amo. ¿Puede usted amarme un poco a mí?
MABEL CHILTERN. ––¡Tonto! Si supiera usted algo..., algo que no sabe, sabría que lo adoro.Todo Londres lo sabe excepto usted. Es un escándalo público la forma que tengo de adorarlo. Me he pasado los últimos seis meses diciéndole a toda la sociedad que lo adoro.Ya no tengo ni carácter. Al menos me siento tan feliz que estoy segura de no tenerlo.
LORD GORING. ––(La abraza y la besa. Hay una pausa de felicidad.) ¡Amor mío! ¿Sabes que temía terriblemente una negativa?
MABEL CHILTERN. ––(Mirándolo fijamente.) A ti nunca te han negado nada, ¿verdad, Arthur? No me puedo ima­ginar a nadie negándote algo.
LORD GORING. ––(Después de besarla otra vez.) No soy lo bastante bueno para ti, Mabel.
MABEL CHILTERN. ––(Apretándose contra él.) Me alegro, cariño. Sentiría que lo fueras.
LORD GORING. ––(Después de una lígera vacilación.) Y... y ya he pasado de los treinta.
MABEL CHILTERN. ––Cariño, pues pareces unas sema­nas más joven.
LORD GORING. ––(Entusiasmado.) ¡Qué buena eres!... Es mi deber decirte francamente que soy un poco extra­vagante.
MABEL CHILTERN. ––Y yo también, Arthur. Así estare­mos seguros de comprendernos.Y ahora, debo ir a ver a Gertrude.
LORD GORING. ––¿De veras? (La besa.)
MABEL CHILTERN. ––Sí.
LORD GORING. ––Entonces dile que quiero hablar con ella privadamente. He estado esperando aquí toda la ma­ñana para verla a ella o a Robert.
MABEL CHILTERN. ––¿Quieres decir que no has veni­do expresamente para declararte a mí?
LORD GORING. ––(Triunfalmente.) No; eso ha sido una ráfaga de genio.
MABEL CHILTERN. ––La primera que has tenido.
LORD GORING. ––La última.
MABEL CHILTERN. ––Me alegra oír eso. Ahora no te marches.Volveré dentro de cinco minutos.Y no caigas en ninguna tentación mientras estoy fuera.
LORD GORING. ––Querida Mabel, mientras tú no estés, no habrá nadie. Me siento terriblemente ligado a ti. (Entra lady Chiltern.)
LADY CHILTERN. ––¡Buenos días, querida! ¡Qué boni­ta estas hoy!
MABEL CHILTERN. ––¡Y tú qué pálida, Gertrude! ¡Te sienta muy bien!
LADY CHILTERN. ––¡Buenos días, lord Goring!
LORD GORING. ––(Inclinándose.) ¡Buenos días, lady Chiltern!
MABEL CHILTERN. ––(Aparte a lord Goring.) Estaré en el invernadero, bajo la segunda palmera de la izquierda.
LORD GORING. ––¿La segunda de la izquierda?
MABEL CHILTERN. ––(Con un gesto de sorprendida burla.) Sí; la palmera de costumbre. (Le tira un beso a espaldas de lady Chiltem y sale.)
LORD GORING. ––Lady Chiltern, tengo algunas buenas noticias que darle. Mistress Cheveley me dio anoche la carta de Robert y yo la quemé. Robert está salvado.
LADY CHILTERN. ––(Dejándose caer en el sofá.) ¡Salvado! ¡Oh! ¡Qué alegría! ¡Qué buen amigo es usted de él..., de nosotros!
LORD GORING. ––Ahora sólo hay una persona que está en peligro.
LADY CHILTERN. ––¿Quién?
LORD GORING. ––(Sentándose junto a ella.) Usted.
LADY CHILTERN. ––¡Yo! ¿En peligro? ¿Qué quiere decir?
LORD GORING. ––Peligro es una palabra demasiado exagerada. No debía haberla empleado. Pero admito que tengo algo que decirle que puede preocuparla; a mí me preocupa enormemente. Ayer por la noche me escribió usted una bella carta, muy femenina, pidiéndome ayuda. Me la escribió como a uno de sus mejores amigos, como a uno de los mejores amigos de su esposo. Mistress Cheveley se ha llevado esa carta de mis habitaciones.
LADY CHILTERN. ––Bien. ¿Qué utilidad puede tener para ella? ¿Por qué no puede quedársela?
LORD GORING. ––(Levantándose.) Lady Chiltern, seré completamente franco con usted. Mistress Cheveley ha dado cierta interpretación a esa carta y va a enviársela a su marido.
LADY CHILTERN. ––Pero ¿qué interpretación puede dársele?... ¡Oh! ¡Eso no! ¡Eso no! Si yo, en... un momen­to de crisis, le pedí ayuda, le dije que iría a verle... para que usted me aconsejara..., me guiara... ¡Oh! ¿Puede haber una mujer tan perversa que...? ¿Y se propone enviársela a mi marido? Dígame lo que ocurrió. Dígame todo lo que ocurrió.
LORD GORING. ––Mistress Cheveley fue introducida en una habitación contigua a mi biblioteca sin que yo lo supiese. Creí que la persona que me estaba esperando en la habitación era usted. Vino Robert inesperadamente. Una silla o algo así se cayó en el salón. Él entró allí a la fuerza y la descubrió. Tuvimos una escena terrible. Yo todavía creía que era usted. Él se marchó lleno de ira. Al final, mistress Cheveley se apoderó de su carta... No sé cómo ni cuándo.
LADY CHILTERN. ––¿A qué hora ocurrió eso?
LORD GORING. ––A las diez y media. Ahora me pro­pongo que vayamos a Robert a decirle toda la verdad.
LADY CHILTERN. ––(Lo mira con un asombro que es casi terror.) ¿Quiere que yo vaya a decirle a Robert que la mujer que esperaba usted no era mistress Cheveley, sino yo? ¿Que yo era quien usted creyó oculta en esa habita­ción a las diez y media de la noche? ¿Quiere que yo le diga eso?
LORD GORING. ––Creo que es mejor que sepa la ver­dad exacta.
LADY CHILTERN. ––(Levantándose.) ¡Oh! ¡No podría! ¡No podría!
LORD GORING. ––¿Puedo hacerlo yo?
LADY CHILTERN. ––No.
LORD GORING. ––(En tono grave.) Esta usted equivoca­da, lady Chiltern.
LADY CHILTERN. ––No. La carta debe ser interceptada. Eso es todo. Pero ¿cómo hacerlo? Las cartas le llegan a todas horas. Sus secretarios las abren y se las dan. No me atrevo a pedir a los criados que me traigan sus cartas. Sería imposible. ¡Oh! ¿Por qué no me dice usted lo que debo hacer?
LORD GORING. ––Le ruego que se calme, lady Chil­tern, y conteste a las preguntas que voy a hacerle. Usted ha dicho que sus secretarios abren las cartas.
LADY CHILTERN. ––Sí.
LORD GORING. ––¿Quién está hoy con él? Míster Trafford, ¿no?
LADY CHILTERN. ––No. Creo que es míster Montford.
LORD GORING. ––¿Puede confiar en él?
LADY CHILTERN. ––(Con un gesto de desesperación.) ¡Oh! ¿Cómo voy a saberlo?
LORD GORING. ––Haría lo que usted le pidiese, ¿verdad?
LADY CHILTERN. ––Creo que sí.
LORD GORING. ––Su carta era de papel rosa. Él la podría reconocer sin leerla, ¿no?
LADY CHILTERN. ––Supongo que sí.
LORD GORING. ––¿Está ahora en la casa?
LADY CHILTERN. ––Sí.
LORD GORING. ––Entonces iré a verlo yo mismo y le diré que cierta carta, escrita en papel rosa, va a llegarle a Robert hoy y que a toda costa él no debe verla. (Va hacia la puerta y la abre.) ¡Oh! Robert sube las escaleras con la carta en la mano.Ya la ha recibido.
LADY CHILTERN. ––(Con un grito de angustia.) ¡Oh! Usted ha salvado su vida. ¿Qué puede hacer por la mía? (Entra sir Robert Chiltern. Lleva la carta en la mano y la va leyendo. Se dirige hacia su esposa sin notar la presencia de lord Goring.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––«Te necesito. Confío en ti. Me dirijo a ti. Gertrude». ¡Oh amor mío! ¿Es cierto esto? ¿Confias en mí y me necesitas? Después de esta carta tuya, Gertrude, no hay nada en el mundo que pueda pre­ocuparme. ¿Me necesitas, Gertrude? (Lord Goring, sin ser visto por sir Robert Chiltern, hace señas a lady Chiltern suplicándo­le que acepte la situación que ha creado el error de sir Robert.)
LADY CHILTERN. ––Sí.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Confias en mí, Gertrude?
LADY CHILTERN. ––Sí.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Cogiéndole la mano.) Porque te amo. (Lord Goring se va al invernadero.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Ah! ¿Por qué no has añadi­do que me amabas?
LADY CHILTERN. ––(Cogiéndole la mano.) Porque te amo. (Lord Goring se va al invernadero.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––(La besa.) Gertrude, no sa­bes lo que siento. Cuando Montford me dio la carta..., la había abierto por error, supongo, sin ver la letra del sobre..., y yo la leí... ¡Oh! No me importa la desgracia y el castigo que me esperan; sólo sé que me amas todavía.
LADY CHILTERN. ––Ya no te espera ninguna desgracia ni vergüenza pública. Mistress Cheveley le ha dado la carta a lord Goring y él la ha destruido.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Estás segura de eso, Gertrude?
LADY CHILTERN. ––Sí; lord Goring me lo acaba de decir.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Entonces estoy salvado! ¡Oh! ¡Qué maravilloso es estar salvado! Han sido dos días de terror. Ahora estoy a salvo. ¿Cómo destruyó Arthur mi carta? Dímelo.
LADY CHILTERN. ––La quemó.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Desearía haber visto con­vertirse en cenizas el pecado de mi juventud. ¡A cuántos hombres les gustaría ver quemarse su pecado! ¿Está toda­vía Arthur aquí?
LADY CHILTERN. ––Sí; en el invernadero.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Cuánto me alegro ahora de haber dado anoche ese discurso en la Cámara. Lo hice pensando que el resultado sería la desgracia pública para mí. Pero no ha sido así.
LADY CHILTERN. ––El resultado ha sido la admiración pública.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Eso creo. Casi lo temo. Porque aunque ya no hay pruebas contra mí, aunque estoy a salvo, supongo, Gertrude..., supongo que debo retirarme de la vida pública... (Mira ansiosamente a su esposa.)
LADY CHILTERN. ––¡Oh sí, Robert! Debes hacer eso. Es tu deber hacerlo.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Es una renunciación enorme.
LADY CHILTERN. ––No; será enorme victoria. (Sir Robert Chiltern pasea de un lado a otro de la habitación con expresión afligida. Se vuelve hacia su esposa y le pone una mano sobre el hombro.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Y tú serías feliz viviendo en cualquier parte sola conmigo, quizá en el extranjero o en el campo, lejos de Londres, lejos de la vida pública? ¿No lo lamentarías después?
LADY CHILTERN. ––¡Oh! ¡No, Robert!
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Tristemente.) ¿Y tus ambi­ciones para mí? Solías ambicionar grandes cosas para mí.
LADY CHILTERN. ––¡Oh! ¡Mis ambiciones! Ahora no tengo ninguna, excepto que tú y yo nos amemos siem­pre. Tu ambición fue lo que te perdió. No hablemos más de ambiciones. (Lord Goríng vuelve del invernadero, muy ale­gre y con una nueva flor en el ojal.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Va hacia él.) Arthur, tengo que darte las gracias por lo que has hecho por mí. No sé cómo podré pagártelo. (Le estrecha la mano.)
LORD GORING. ––Querido amigo, te lo diré ensegui­da. En este momento, bajo la palmera de costumbre... Quiero decir en el invernadero... (Entra Mason.)
MASON. ––Lord Caversham.
LORD GORING. ––Realmente, mi admirable padre tiene por costumbre entrar en el momento más inade­cuado. No tiene corazón, no tiene corazón. (Entra lord Caversham. Sale Mason.)
LORD CAVERSHAM. ––¡Buenos días, lady Chiltern! Mis felicitaciones, Chiltern, por su brillante discurso de ano­che.Acabo de dejar al primer ministro y me ha dicho que va usted a formar parte del gabinete.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Con un gesto de alegría y triunfo.) ¿El gabinete?
LORD CAVERSHÀM. ––Sí; aquí está la carta del primer ministro. (Se las da.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––(La coge y la lee.) ¡Un pues­to en el gabinete!
LORD CAVERSHAM. ––Ciertamente; y usted se lo merece. Tiene usted todo lo que se necesita hoy día para la política: elevado espíritu, alto sentido moral, principios intachables... (A lord Goring.) Todo lo que tú no tienes, amiguito, y nunca tendrás.
LORD GORING. ––No me gustan los principios, papá. Prefiero los prejuicios. (Sir Robert Chiltern está a punto de aceptar la oferta del primer ministro cuando ve a su mujer que lo mira. Entonces se da cuenta de que es impo­sible.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––No puedo aceptar esta oferta, lord Caversham.Voy a rechazarla.
LORD CAVERSHAM. ––¿Rechazarla, caballero?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Mi intención es retirarme inmediatamente de la vida pública.
LORD CAVERSHAM. ––¿Rechazar un puesto en el gabi­nete y retirarse de la vida pública? Nunca oí tan enorme tontería en toda mi vida. Perdón, lady Chiltern. Perdón, Chiltern. (A lord Goring.) No te rías, jovencito.
LORD GORING. ––No, papá.
LORD CAVERSHAM. ––Lady Chiltern, usted es una mujer sensata, la más sensata de Londres, la más sensata que conozco. Supongo que evitará que su marido haga... eso que está diciendo; ¿verdad?
LADY CHILTERN. ––Creo que mi marido ha to­mado una buena determinación, lord Caversham. Yo la apruebo.
LORD CAVERSHAM. ––¿La aprueba? ¡Cielo santo!
LADY CHILTERN. ––(Cogiendo la mano de su marido.) Lo admiro por eso. Lo admiro inmensamente. Nunca lo he admirado tanto como ahora. Es mejor de lo que yo creía. (A sir Robert Chiltern.) Le escribirás una carta al primer ministro, ¿verdad? No vaciles en hacerlo, Robert.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Con un poco de amargura.) Su­pongo que lo mejor será escribir enseguida. Tales ofertas no se repiten. Excúseme un momento, lord Caversham.
LADY CHILTERN. ––¿Puedo ir contigo, Robert?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Sí, Gertrude. (Salen.)
LORD CAVERSHAM. ––¿Qué ocurre en esta familia? Algo raro, ¿eh? (Tocándose la frente.) ¿Idiotez hereditaria? Supongo que sí. Pero los dos; tanto la esposa como el marido. Muy triste. ¡Realmente triste! Y no son un matri­monio viejo. No puedo entenderlo.
LORD GORING. ––No es idiotez, papá, te lo aseguro.
LORD CAVERSHAM. ––¿Qué es entonces?
LORD GORING. ––(Después de un momento de duda.) Es lo que hoy día llamamos alto sentido moral, papá. Eso es todo.
LORD CAVERSHAM. ––Odio esas nuevas frases. Esto es lo que hace cincuenta años solíamos llamar idiotez. No me quedaré más tiempo en esta casa.
LORD GORING. ––(Cogiéndolo del brazo.) ¡Oh! Quédate un momento, papá.Tercera palmera de la izquierda, la pal­mera de costumbre.
LORD CAVERSHAM. ––¿Qué, amiguito?
LORD GORING. ––Perdona, papá, lo había olvidado. El invernadero, papá, el invernadero... Hay alguien allí con quien quiero que hables.
LORD CAVERSHAM. ––¿Sobre qué, amiguito?
LORD GORING. ––Sobre mí, papá.
LORD CAVERSHAM. ––No es un tema con el que se pueda ser muy elocuente.
LORD GORING. ––No, papá; pero la dama es como yo. A ella no le preocupa la elocuencia en los demás. Creo que es un poco subida de tono. (Lord Caversham se va al invernadero. Entra lady Chiltern.) ¿Por qué le está haciendo el juego a mistress Cheveley, lady Chiltern?
LADY CHILTERN. ––(Se estremece.) No lo entiendo.
LORD GORING. ––Mistress Cheveley ha intentado arruinar la vida de su marido, arrojándole de la vida pública o haciéndole adoptar una posición deshonrosa. Usted le salvó de esta última tragedia. Ahora va a causar­le la primera. ¿Por qué intenta usted hacer lo que mistress Cheveley intentó sin éxito?
LADY CHILTERN. ––¡Lord Goring!
LORD GORING. ––(Como preparándose para un gran es­fuerzo y mostrando al filósofo que lleva oculto el dandi.) Lady Chiltern, permítame. Usted me escribió una carta anoche en la que me decía que confiaba en mí. Ahora es el momento en que realmente debe confiar en mí, confiar en mis consejos. Usted ama a Robert. ¿Quiere matar su amor por usted? ¿Qué clase de vida tendría si usted lo robase los frutos de su ambición, si le quitase el esplendor de su gran carrera política, si le cerrase las puertas de la vida pública, si lo condenase a ese horrible fracaso, a él, que, que está hecho para el triunfo y para el éxito? Las mujeres no deben juzgarnos, sino perdonarnos, cuando necesitamos perdón. Perdonar, no castigar, es su misión. ¿Por qué castigarlo a él por un pecado que cometió en su juventud, antes de conocerla a usted, antes de conocerse él mismo? La vida de un hombre tiene más valor que la de una mujer. Alcanza mayores resultados, tiene ambicio­nes más grandes. La vida de una mujer está encerrada en el círculo de las emociones. La vida de un hombre pro­gresa por vía de la inteligencia. No cometa ese terrible error, lady Chiltern. Una mujer que puede conservar el amor de un hombre y el que ella le profesa a él ha hecho todo lo que el mundo quiere, o debería querer, de las mujeres.
LADY CHILTERN. ––(Turbada.) Pero es mi marido mis­mo el que desea retirarse de la vida pública. Siente que es su deber. Él fue el primero en reconocerlo.
LORD GORING. ––Antes que perder su amor, Robert lo haría todo, hasta destrozar su carrera, como va a hacer ahora. Hace por usted un terrible sacrificio. Siga mi con­sejo, lady Chiltern, y no acepte ese sacrificio tan grande. Si lo hace, se arrepentirá amargamente. Los hombres y las mujeres no estamos hechos para aceptar tales sacrificios. No somos dignos de ellos. Además, Robert ya ha sido suficientemente castigado.
LADY CHILTERN. ––Los dos hemos sido castigados.Yo lo coloqué demasiado alto.
LORD GORING. ––(Con profundo sentimiento.) No le haga caer tan bajo ahora por esa razón. Si ha caído de su altar, al menos no lo arroje al barro. El fracaso sería para Robert el barro de la vergüenza. Su pasión es el poder. Sin él lo perdería todo, hasta la capacidad para amar. En este momento la vida de su marido está en sus manos. No acabe con ella y con la de usted. (Entra sir Robert Chiltern.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––Gertrude, aquí está el borrador de mi carta. ¿Quieres leerlo?
LADY CHILTERN. ––Déjamela. (Sir Robert le da la carta. Ella la lee y después, con un gesto apasionado, la rompe.)
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Qué haces?
LADY CHILTERN. ––La vida de un hombre tiene más valor que la de una mujer. Alcanza mayores resultados, tiene ambiciones más grandes. La vida de las mujeres está encerrada en el círculo de las emociones. La vida de un hombre progresa por vía de la inteligencia. Acabo de aprender esto y mucho más de lord Goring. ¡Y no des­trozaré tu vida, Robert, ni permitiré que tú la destroces con ese sacrificio, ese sacrificio inútil!
SIR ROBERT CHILTERN. ––¡Gertrude! ¡Gertrude!
LADY CHILTERN. ––Puedes olvidar. Los hombres olvi­dan facilmente.Y yo perdonar. Eso espera el mundo de las mujeres. Ahora me doy cuenta.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Lleno de emoción, la abraza.) ¡Esposa mía! Arthur, me parece que siempre voy a estar en deuda contigo.
LORD GORING. ––¡Oh, no, querido Robert! ¡Estás en deuda con lady Chiltern, no conmigo!
SIR ROBERT CHILTERN. ––Te debo mucho. Y ahora, dime lo que ibas a pedirme cuando entró lord Caversham.
LORD GORING. ––Robert, eres el tutor de tu hermana y quiero tu consentimiento para casarme con ella. Eso es todo.
LADY CHILTERN. ¡Oh! ¡Qué alegría! ¡Qué alegría! (Estrecha la mano de lord Goring.)
LORD GORING. ––Gracias, lady Chiltern.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Turbado.) ¿Qué mi herma­na sea tu esposa?
LORD GORING. ––Sí.
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Hablando con gran firmeza.) Arthur, lo siento mucho, pero es imposible. He pensado en un porvenir feliz para Mabel.Y no creo que contigo encontrase la felicidad. ¡No puedo sacrificarla!
LORD GORING. ––¡Sacrificarla!
SIR ROBERT CHILTERN. ––Sí, sacrificarla. Los matri­monios sin amor son horribles. Pero hay algo peor que eso: un matrimonio en el que sólo hay amor, fe y devo­ción por una parte.
LORD GORING. ––Pero yo amo a Mabel. No hay otra mujer en mi vida.
LADY CHILTERN. ––Robert, si se aman, ¿por qué no van a casarse?
SIR ROBERT CHILTERN. ––Arthur no puede amar a Mabel como ella se merece.
LORD GORING. ––¿Qué razón tienes para decir eso?
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Después de una pausa.) ¿Me lo preguntas seriamente?
LORD GORING. ––Desde luego.
SIR ROBERT CHILTERN. ––Como quieras. Cuando Fui a verte ayer por la noche encontré a mistress Cheveley oculta en tus habitaciones. Eran entre las diez y las once de la noche. No deseo decir nada más. Tus relaciones con mistress Cheveley no tienen nada que ver conmigo, como te dije anoche. Sé que estuviste prometido a ella una vez. La fascinación que ejerció sobre ti parece haber vuelto. Me hablaste anoche de ella como si fuese una mujer pura y sin mancha, una mujer a quien tú respetaras y honrases. Puede que sea cierto. Pero no puedo poner en tus manos la vida de mi hermana. Sería injusto, terriblemente injus­to con ella.
LORD GORING. ––No tengo nada que decir.
LADY CHILTERN. ––Robert, no era a mistress Cheveley a quien lord Goring esperaba anoche.
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿No? ¿A quién entonces?
LORD GORING. ––A lady Chiltern.
LADY CHILTERN. ––A tu propia esposa. Robert, ayer por la tarde lord Goring me dijo que si yo tenía algún problema podía pedirle ayuda como a nuestro más anti­guo y mejor amigo. Más tarde, después de esa terrible escena en esta habitación, le escribí diciéndole que con­fiaba en él, que lo necesitaba y que me dirigía a él en busca de consejo. (Sir Robert saca la carta del bolsillo.) Sí, esa carta. No Fui a verlo después de todo. Pensé que la ayuda debía venir de mí misma. El orgullo me hizo creer eso fue mistress Cheveley. Se apoderó de mi carta y te la envió esta mañana anónimamente para que tú creyeses... ¡Oh! Robert, no puedo decirte lo que quería que cre­yeses...
SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Qué? ¿He caído tan bajo a vuestros ojos que pensasteis que podía dudar ni un momento de vuestra honradez? Gertrude, Gertrude, tú eres la blanca imagen de la pureza y el pecado no puede rozarte. Arthur, puedes ir con Mabel, y que te acompañen mis mejores deseos. ¡Oh! Un momento. No hay ningún nombre en el encabezamiento de esta carta. La brillante mistress Cheveley no se dio cuenta de eso. Debía haber algún nombre.
LADY CHILTERN. ––Déjame escribir el tuyo. En ti con­fío y a ti te necesito. A ti y a nadie más.
LORD GORING. ––Bien; realmente, lady Chiltern, creo que debían devolverme mi carta.
LADY CHILTERN. ––(Sonriendo.) No; usted tendrá a Mabel. (Coge la carta y escribe en ella el nombre de su ma­rido.)
LORD GORING. Bueno, espero que Mabel no habrá cambiado de opinión. Hace cerca de veinte minutos que no la veo. (Entran Mabel Chiltern y lord Caversham.)
MABEL CHILTERN. ––Lord Goring, creo que la conver­sación de su padre es mucho más interesante que la suya. En el futuro sólo hablaré con lord Caversham, y siempre bajo la palmera de costumbre.
LORD GORING. ¡Vida mía! (La besa.)
LORD CAVERSHAM. ––(Muy sorprendido.) ¿Qué significa esto, amiguito? ¿No querrá decir que esta encantadora e inteligente jovencita ha cometido la locura de aceptarte?
LORD GORING. ¡Ciertamente, papá! Y Chiltern ha sido lo bastante listo para aceptar el puesto en el gabinete.
LORD CAVERSHAM. ––Me alegro de oír eso, Chiltern... Lo felicito. Si el país no merece que se le deje en manos de los perros o los radicales, algún día lo tendremos de primer ministros. (Entra Mason.)
MASON. ––El almuerzo está en la mesa, señora. (Sale.)
MABEL CHILTERN. ––Se quedará a almorzar, ¿verdad, lord Caversham?
LORD CAVERSHAM. ––Encantado, y después iré con usted a Downing Street, Chiltern. Tiene un gran porve­nir ante usted, un gran porvenir. Desearía poder decir lo mismo de ti, amiguito. (A lord Goring.) Pero tu carrera será enteramente doméstica.
LORD GORING. ––Sí, papá; la prefiero así.
LORD CAVERSHAM. ––Y si no eres un marido ideal para esta jovencita, te dejaré sin un chelín.
MABEL CHILTERN. ––¡Un marido ideal! ¡Oh! No creo que eso me gustase. Suena a cosa de otro mundo.
LORD CAVERSHAM. ––¿Qué quiere usted entonces?
MABEL CHILTERN. ––Que sea lo que quiera.Todo lo que quiero yo es ser..., ser... ¡Oh! Una verdadera esposa para él.
LORD CAVERSHAM. ––Palabra de honor que en eso hay mucho sentido común. (Salen todos excepto sir Robert Chiltern. Se derrumba en un sillón pensativo. Al poco tiempo vuelve lady Chiltern a buscarlo.)
LADY CHILTERN. ––(Apoyándose en el respaldo del sillón.) ¿No vienes, Robert?
SIR ROBERT CHILTERN. ––(Cogiéndole la mano.) Ger­trude, ¿es amor lo que sientes por mí o simplemente lás­tima?
LADY CHILTERN. ––(Lo besa.) Es amor, Robert. Amor y sólo amor. Para ambos empieza una nueva vida.

TELÓN

FIN DE «UN MARIDO IDEAL»


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