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miércoles, 8 de diciembre de 2010

Faltar a la Verdad sin Mentir




Faltar a la Verdad sin Mentir




No se trata de un juego de palabras. La mayor parte de nosotros explicaría que faltar a la verdad es la forma elegante y educada de decirle a alguien, que sabemos que ha mentido (Ha faltado usted a la verdad, le diríamos). Sin embargo, considero que ambos términos (en el primer caso se trata de una frase), distan bastante de poder ser considerados simples sinónimos.
La verdad es una realidad externa o no a la persona, que puede o no ser conocida por quien la transmite. De hecho, existen verdades no conocidas por el ser humano y que es muy probable que nunca lo sean. Faltar a la verdad alude al hecho concreto y objetivo de estar transmitiendo datos no verídicos sobre una determinada situación o hecho. Nada dice la frase sobre si el individuo transmisor es consciente o no de su desconocimiento, como así tampoco hace referencia a si éste cree poseer y transmitir los datos fidedignos al respecto. Solamente si el individuo sabe que está omitiendo o falseando la verdad, nos encontraríamos frente al hecho realizado con intencionalidad. Recién entonces estaríamos en condiciones de aseverar que la persona ha mentido. De lo contrario, sólo ha faltado a la verdad.
¿Y porqué será importante distinguir entre ambas situaciones? Esto ya es otra cuestión. Suele suceder que las personas nos apuramos demasiado en censurar a nuestros interlocutores sin detenernos en realizar el más mínimo y elemental análisis, perdiendo así la oportunidad de que éste nos arroje luces sobre cualquier malentendido que se hubiese podido suscitar. Es allí donde comienza a crecer un ovillo de confusiones que culmina en la incomprensión e intolerancia que existe en todos los estratos de cualquier sociedad.
La Humanidad ha tomado un camino por el que la carencia de confianza entre nuestros semejantes crece a paso agigantado. Esto produce desazón, con la consecuente sensación de haber sido engañado. A veces el resultado desemboca en una escalada de la violencia en todos los órdenes de la vida. Vivimos apresurados por juzgar al prójimo. No disponemos de tiempo suficiente como para preguntar, analizar, incluso investigar y razonar las situaciones, buscando quizás el desliz de un malentendido, como lo he expuesto anteriormente. El poder detenernos en el análisis o estudio de las pequeñas cosas (que a veces no lo son tanto) en la interrelación humana, nos permitiría quizás descubrir a los verdaderos malintencionados y no permitir con nuestra dejadez y desaprensión que se entremezclen con los inocentes personajes de buena voluntad que intentan junto con nosotros, vivir en un mundo mejor, construido de relaciones sinceras, basadas en la confianza y el apoyo mutuo entre los seres humanos, lo que a la vez redundaría en el beneficio individual de cada uno de los involucrados. Esto ocurre en la inmensa masa que es la Humanidad, sin distinción de credos ni razas. Eso sí, se nota con mucho mayor intensidad en los estratos de mayor cultura y de más alto nivel social, tanto en las sociedades como en grupos más pequeños (de trabajo, partidos políticos, sindicatos, universidades, escuelas, clubes, etc.) hasta llegar al reducto social en el que definitivamente no debiera aparecer ni siquiera un síntoma de la situación de análisis, debido a las características de su formación. Nos referimos a la familia. En las organizaciones y demás grupos mencionados es siempre algún interés mutuo, esquema de trabajo, proyecto común, etc., que mueve a dicho grupo a formarse. En la familia, el móvil es el amor (o debiera serlo). Sin embargo hoy, para nuestra sorpresa, es en el seno de esta institución donde se teje y entreteje la madeja creando raíces cada vez más difíciles de extirpar a medida que se suceden las generaciones.
Traigo a consideración del lector el precedente análisis, no con la intención de sumar votos para la eliminación de la familia como institución, puesto que ésta se está tristemente autoeliminando sola. Mi única intención es llegar a los padres de familia de hoy (los que quedan, pues cada vez son más los separados y divorciados). Y llamarlos a la reflexión. Si nos preciamos de ser seres en busca de un mundo mejor que no termine sus días autoaniquilándose, piensen:

Los hijos son el valor más importante y precioso que poseemos. Son el único diamante que, sin advertirlo, estamos convirtiendo en barro. No basta con amarlos con ese amor humano, tullido, egoísta, que sólo busca la propia satisfacción sentimental. Debemos procurar que puedan llegar a ser hombres y mujeres de bien, libres y que puedan elegir su propio destino. Purificar cada día un poco más el amor que seguramente sentimos hacia ellos para que a su vez ellos sólo sepan brindar la pureza del amor que recibieron. Y eso, diría, casi depende exclusivamente de nosotros como padres.
Y si no, observemos a la mayor parte de los líderes del Mundo de hoy y pensemos en la infancia que les habrá tocado vivir…

Gracias, Rudy Spillman

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