Píndaro, un poeta griego que vivió cinco años antes de Cristo y que fue célebre por sus Odas, que componía en papiros, escribió:
“El hombre debe llegar a ser lo que siempre ha sido”.
¿Qué crees tú que esto significa?
Píndaro decía que en la semilla está el árbol, que la vida de cada uno de nosotros tiene, desde el comienzo, una razón y que la comprenderemos en la medida en que desarrollemos todas nuestras potencialidades.
Somos semillas que tienen el árbol completo dentro de sí y necesitan las acciones y las condiciones que les permitan plasmarse.
Cuando el árbol está en flor y en plenitud, es lo que siempre ha sido: aquello único, irremplazable e intransferible que estaba en la semilla.
Como no hay dos semillas iguales, ni jamás las hubo, no existen dos personas idénticas, ni las habrá.
Por lo tanto cada vida debe seguir su propio cauce y allí encontrará su sentido, que es también único.
Mientras esto no ocurre nos sentimos insatisfechos, inquietos, a veces nos gana una desazón o un desconcierto que no sabemos a qué atribuir.
“Lo tengo todo, decimos, una buena pareja, un buen trabajo, amigos, viajes, mi ordenador es de última generación, el móvil no para de llamar, mis niños están bien, hemos cambiado el coche hace apenas seis meses, ¿por qué no estoy en paz si nada me falta?”.
Y, en ciertas situaciones, también nos preguntamos (o le preguntamos a diferentes pitonisas):
“¿Qué será de mí?” O: “¿A dónde me llevará la vida?”.
Cambia las preguntas
Víktor Frankl, gran pensador, médico, filósofo y psicoterapeuta austriaco que vivió entre 1905 y 1997 y pasó por circunstancias extremas en su vida (estuvo tres años en un campo de concentración) solía decir que aquellas preguntas nos confunden y angustian más de lo que nos aclaran.
No somos nosotros, sostenía, quienes debemos hacerle preguntas a la vida.
Es ella quien nos interroga:
¿Qué harás conmigo?
¿Qué sentido me darás?
¿Para qué estás en mí?
La vida no nos hace esta pregunta con palabras, sino con situaciones, aquellas situaciones que, en el diario transcurrir, nos toca vivir.
Nuestras respuestas, por lo tanto, tampoco pueden darse con palabras.
Debemos responder con acciones.
Cada acción es producto de una decisión y la serie de estas respuestas, engarzadas como las cuentas de un collar, ponen ante nuestros ojos la posibilidad de vislumbrar el sentido de nuestra vida, no de la vida en términos generales y abstractos, sino el de la nuestra, la de cada uno de nosotros, de manera específica y única.
Así es que cuando pensamos en el sentido de nuestra vida, aquello que nos permitirá alcanzar la paz del corazón y la razón y la esencia de nuestro ser, antes que preguntarnos por qué vivimos y por qué estamos aquí correspondería que nos preguntáramos para qué vivimos.
Ese para qué adquirirá en cada individuo una expresión única y particular.
Pero que siempre incluirá a los otros.
El sentido de nuestra vida aparecerá en la medida en que podamos elevar la vista desde nuestro ombligo hacia el horizonte.
Mientras está fija en el ombligo sólo nos vemos a nosotros.
Cuando busca el horizonte aparecen los otros, el prójimo, el semejante, aquellos con quienes nos vinculamos, los que componen con nosotros la compleja, sutil y sagrada trama de lo humano.
Eso que le da sentido a nuestra vida será, siempre y de un modo inevitable, algo que nos mejora y que mejora a los demás y al contexto en el que vivimos.
El general Robert Baden Powell, un militar británico que hace un siglo creó los legendarios boy scouts, repetía esta consigna:
“Trata de dejar el mundo un poco mejor de cómo lo encontraste”.
Cada persona puede hacerlo.
Algunas desde su trabajo o desde su arte, desde su profesión, desde el servicio que estén dispuestos a prestar, conduciendo a sus hijos a convertirse en seres libres, autónomos y con valores, trabajando por la Tierra, que es nuestra casa y nuestra madre.
“El hombre debe llegar a ser lo que siempre ha sido”.
¿Qué crees tú que esto significa?
Píndaro decía que en la semilla está el árbol, que la vida de cada uno de nosotros tiene, desde el comienzo, una razón y que la comprenderemos en la medida en que desarrollemos todas nuestras potencialidades.
Somos semillas que tienen el árbol completo dentro de sí y necesitan las acciones y las condiciones que les permitan plasmarse.
Cuando el árbol está en flor y en plenitud, es lo que siempre ha sido: aquello único, irremplazable e intransferible que estaba en la semilla.
Como no hay dos semillas iguales, ni jamás las hubo, no existen dos personas idénticas, ni las habrá.
Por lo tanto cada vida debe seguir su propio cauce y allí encontrará su sentido, que es también único.
Mientras esto no ocurre nos sentimos insatisfechos, inquietos, a veces nos gana una desazón o un desconcierto que no sabemos a qué atribuir.
“Lo tengo todo, decimos, una buena pareja, un buen trabajo, amigos, viajes, mi ordenador es de última generación, el móvil no para de llamar, mis niños están bien, hemos cambiado el coche hace apenas seis meses, ¿por qué no estoy en paz si nada me falta?”.
Y, en ciertas situaciones, también nos preguntamos (o le preguntamos a diferentes pitonisas):
“¿Qué será de mí?” O: “¿A dónde me llevará la vida?”.
Cambia las preguntas
Víktor Frankl, gran pensador, médico, filósofo y psicoterapeuta austriaco que vivió entre 1905 y 1997 y pasó por circunstancias extremas en su vida (estuvo tres años en un campo de concentración) solía decir que aquellas preguntas nos confunden y angustian más de lo que nos aclaran.
No somos nosotros, sostenía, quienes debemos hacerle preguntas a la vida.
Es ella quien nos interroga:
¿Qué harás conmigo?
¿Qué sentido me darás?
¿Para qué estás en mí?
La vida no nos hace esta pregunta con palabras, sino con situaciones, aquellas situaciones que, en el diario transcurrir, nos toca vivir.
Nuestras respuestas, por lo tanto, tampoco pueden darse con palabras.
Debemos responder con acciones.
Cada acción es producto de una decisión y la serie de estas respuestas, engarzadas como las cuentas de un collar, ponen ante nuestros ojos la posibilidad de vislumbrar el sentido de nuestra vida, no de la vida en términos generales y abstractos, sino el de la nuestra, la de cada uno de nosotros, de manera específica y única.
Así es que cuando pensamos en el sentido de nuestra vida, aquello que nos permitirá alcanzar la paz del corazón y la razón y la esencia de nuestro ser, antes que preguntarnos por qué vivimos y por qué estamos aquí correspondería que nos preguntáramos para qué vivimos.
Ese para qué adquirirá en cada individuo una expresión única y particular.
Pero que siempre incluirá a los otros.
El sentido de nuestra vida aparecerá en la medida en que podamos elevar la vista desde nuestro ombligo hacia el horizonte.
Mientras está fija en el ombligo sólo nos vemos a nosotros.
Cuando busca el horizonte aparecen los otros, el prójimo, el semejante, aquellos con quienes nos vinculamos, los que componen con nosotros la compleja, sutil y sagrada trama de lo humano.
Eso que le da sentido a nuestra vida será, siempre y de un modo inevitable, algo que nos mejora y que mejora a los demás y al contexto en el que vivimos.
El general Robert Baden Powell, un militar británico que hace un siglo creó los legendarios boy scouts, repetía esta consigna:
“Trata de dejar el mundo un poco mejor de cómo lo encontraste”.
Cada persona puede hacerlo.
Algunas desde su trabajo o desde su arte, desde su profesión, desde el servicio que estén dispuestos a prestar, conduciendo a sus hijos a convertirse en seres libres, autónomos y con valores, trabajando por la Tierra, que es nuestra casa y nuestra madre.
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