Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen
también lo mismo los publicanos? Y si saludáis a vuestros hermanos
solamente, ¿qué tiene eso de excepcional? ¿No lo hacen también así los
paganos? Vuestra bondad no debe tener límites, así como no tiene límites
la bondad de vuestro Padre que está en los cielos.
Jesús de Nazaret
también lo mismo los publicanos? Y si saludáis a vuestros hermanos
solamente, ¿qué tiene eso de excepcional? ¿No lo hacen también así los
paganos? Vuestra bondad no debe tener límites, así como no tiene límites
la bondad de vuestro Padre que está en los cielos.
Jesús de Nazaret
Son tantas las veces que he oído a alguien decir: “OK, OK, te perdono, pero jamás lo olvidaré”, o negarse del todo a perdonar.
Yo he sido uno de los innumerables que han hecho esa misma promesa amargada. Recuerdo el trauma doloroso que sufrí cuando murió mi madre, Dolores. Ella tenía 34 años, yo 17.
Le tenía rabia a Dios por no haber dejado a mi madre con vida, y me negué a perdonar a Dios por haber sido tan desconsiderado. Al pasar el tiempo, le perdoné a Dios, pero por muchísimo tiempo no pude olvidar, pues todavía ardía en mi corazón un gran dolor.
A los 22 años de edad me envolví en una serie de robos armados con tres otros hombres. Al cometer el último robo armado, hubo un tiroteo con la policía. Fui herido por uno de los agentes, y a mi vez lo herí a él. El policía se recuperó; de lo contrario, yo no estaría escribiendo estas líneas, pues hubiera sido ejecutado en la silla eléctrica del presidio de Sing Sing.
Total, para acortar un cuento largo, en el 1950, nueve meses más tarde, me dieron dos sentencias: una de cinco a diez y otra de cinco a quince años, a labor dura, a cumplirse concurrentemente, primero en Sing Sing y después en Comstock (Institución Correccional “Great Meadows”).
De vez en cuando, a través de los años, me enfurecía con Ángel y su traición que me había dejado con dos órdenes de detención pendientes por robo armado en el Bronx. De noche en mi celda, fantaseaba acerca de las formas en que iba a matar a Ángelo, o por lo menos apalearlo hasta que me implorara que lo mate.
En la calle, habíamos sido como hermanos, y yo lo había querido a él como tal. Pero ahora, en la prisión, le tenía odio; lo único que quería era vengarme por lo que me había hecho. En verdad, a través de los años luché contra esos sentimientos asesinos; hasta solía orar para quitarme esos pensamientos violentos de la mente.
A veces me olvidaba de Ángelo por largo tiempo, pero cuando menos lo esperaba, el recuerdo de su traición se me brotaba de nuevo por dentro.
Al fin me soltaron en 1957, para enfrentar las dos órdenes de detención en el Bronx, por las cuales me podrían haber dado una sentencia de 17 a 35 años. Pero gracias a Dios, por mi buen comportamiento y mis estudios en Comstock, me dieron libertad bajo palabra y con orden de presentarme una vez por semana ante dos oficiales diferentes.
De vuelta en la calle, no pude dejar de pensar en lo que pudiera suceder si me encontraba con Ángelo. Nunca fui en busca de él, pues de veras no lo quería encontrar.
Yo había empezado a asistir a una pequeña iglesia llamada Rehoboth en la calle 118, utilizándola como un “half-way house” (casa de rehabilitación) para mantenerme libre de la atracción que ejercen esas calles bravas. De vez en cuando pensaba en Ángelo y todavía sentía la rabia dentro de mi corazón. Nunca me topé con él y encontré cosas mejores con que ocuparme: Por ejemplo, continué trabajando en el libro que había comenzado a escribir en la prisión; llegué a conocer a una joven llamada Nelín, que asistía a la misma iglesia, y sentí el gozo de enamorarme y de compartir con ella los mismos sentimientos cálidos.
La memoria de Ángel se disminuyó y poco a poco se desvaneció. un suave atardecer de verano, Nelín y yo salimos a caminar por la Avenida Tercera, gozosamente comparando los precios de anillos de compromiso y de boda. Al salir de una joyería, encaminados a otra, oí que alguien con voz suave me llamó de nombre. “Oye, Pete.” Supe sin la menor duda que era la voz de Ángelo.
Di la vuelta y lo miré. Su cara mostraba surcos hondos de tensión, causada tal vez por las muchas veces que tuvo que mirar atrás sobre su hombro. Sentí el rugido de un rencor viejo subirse como bilis desde mis entrañas, pero lo suprimí y con paciencia esperé para oír lo que Ángelo tenía que decir.
En voz baja dijo: “Por favor, Piri, no te olvides de lo que hablamos.”
Consentí con la cabeza y me di vuelta para mirar a Ángelo, que dio un trago vacío, no tanto por miedo sino más bien por el esfuerzo de decir algo que desde hace tanto tiempo necesitaba decir.
Habló con la misma voz suave con que había llamado mi nombre:
“Pete, he herido a todos los que amo, y eso por cierto te incluye a ti. En el cuartel de policía me empezaron a golpear tanto que no lo pude soportar. ¿Me puedes perdonar por haber choteado, bro?”
“Comprenderé si no lo haces, pero me tomó todo este tiempo para encontrar el valor, porque aunque no me perdones, por lo menos tuve que tratar. Así que – por favor – ¿qué me dices, Pete?”
Seguí mirándolo, y sólo le respondí cuando Nelín me apretó la mano.
Las palabras que me salieron del corazón me quitaron un gran peso del alma, y sentí que mi espíritu empezó a volar libremente.
“Seguro que sí, bro, te perdono. Dicen por ahí que cada persona tiene su límite, y yo soy igual. Así que, ante la verdad de Dios, no sólo te perdono, Ángelo, sino que también todo queda olvidado. Eso te lo juro sobre la tumba de mi madre.”
Las lágrimas que se le saltaron a Ángelo eran un eco de las mías.
“Gracias, Pete. Por tantos años me he odiado hasta las entrañas por no haber tenido el valor de no chotear. Si pudiera revivir todo aquello, dejaría que me mataran a palos antes de entregarte. Gracias, bro, por tu perdón y por olvidarlo todo, y te lo digo desde el fondo de mi corazón.”
Ángelo extendió la mano, pero empezó a retirarla como si no quisiera abusar de su buena suerte. Rápidamente extendí mi derecha y le di la mano con gran sinceridad. Sentí el apretón que me dio Ángelo. Nos dimos un abrazo breve, y con una sonrisa se despidió diciendo:
“Nos veremos por ahí, bro”, y se fue caminando. Tuve que pensar en las palabras que Nelín una vez había leído: “El cometer errores es humano, el perdonar es divino”.
De veras que es difícil perdonar, pero mi padre, Juan, me decía frecuentemente: “Todo es difícil hasta que lo hayas aprendido, después se te hace fácil.” Yo he aprendido mucho. No sólo había perdonado a Ángelo, mi hermano de la calle, pero también había aprendido a perdonarme a mí mismo por haber cargado tanto odio y sed de venganza. Sentí como si la alborada me alumbraba el corazón.
Tomé a Nelín de la mano y sonrientes nos encaminamos hasta la próxima joyería. Por fin, el amor que llevaba por dentro estaba libre del peso del odio y del hambre de venganza que casi me había enloquecido.
Jamás volví a ver a Ángelo, pues se mudó a otra ciudad. Fue con pena que varios años después supe que lo habían asesinado por una suma de dinero que le debía a unos prestamistas del hampa.
Siempre estaré contento de haber perdonado a Ángelo y también a mi mismo. He aprendido que por lo que el mundo no me perdonaba, yo mismo podía perdonarme y así librarme de todo sentimiento de culpabilidad.
He aprendido que la prisión más cruel es la prisión de la mente y del espíritu.
En verdad, hay una gran potencia en perdonar a otros, igual como hay potencia en perdonarse a uno mismo.
Por cierto, la sabiduría está en no volver a caer en lo que originalmente nos metió en líos. ¡Punto!
Con amor, un hermano, Piri Thomas, autor de “Por estas calles bravas”.
Piri Thomas
(Introducción del libro "70 veces 7)
Me quedé mirándolo. Me pregunté cómo podía tener el descaro de llamarme “bro”, hermano, después de haberme delatado; pero a la vez me alegraba de que me llamara “bro” otra vez.
Nelín me jaló del brazo para llamarme la atención, y con los ojos me preguntó si este hombre era Ángelo del que yo le había contado con tanto coraje.
Mientras me recuperaba en el Hospital Bellevue, en el piso de los presos, uno de los tres bandidos, llamado Ángelo, le contó todo al fiscal a cambio de clemencia. Ángelo era como un hermano mío; ambos nos habíamos criado en la misma cuadra de la calle 104. Cuando los policías de la comisaría número 23 lo amenazaron con darle una paliza tal que su propia madre no lo iba a reconocer, Ángelo me delató por mi parte en previos robos cometidos sin armas. Se había quedado callado lo más que pudo, pero al fin se le derramaron las palabras y contó a los policías lo que era y lo que no era.
Cuando me dieron de baja del Hospital Bellevue, me encarcelaron en las Tumbas de Manhattan, en Center Street 100, para esperar mi juicio. Supe que todo lo que Ángelo había confesado me lo echaron encima a mí.
La potencia del Perdón
"...Cuando me pidieron que escribiera la introducción al libro “Setenta veces siete”, cuyo tema es la potencia del perdón, pensé acerca del tema, permitiendo que la mente se me volviera a los años 40 y 50, a los “guetos” de Nueva York, donde la violencia era y sigue siendo parte de la vida.
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