Por naturaleza debiéramos ser desconfiados. ¿De dónde proviene el sentimiento de desconfianza? Posee dos orígenes. El primero de ellos es el temor natural a lo desconocido unido a nuestro instinto de conservación de la especie. El segundo es adquirido y proviene de la experiencia previa que nos enseña que algo, alguien o determinada situación pueden revestir peligro o no resultarnos convenientes. Pero la sociedad nos enseña a no desconfiar llegando a equiparar tal actitud a la integridad como ser humano. Quien no desconfía es mejor persona. Esto es un enorme error que confunde a mucha gente. Esta enseñanza que nos mal educa está referida a la confianza o desconfianza entre nosotros mismos, los congéneres. Seamos claros, frente a situaciones externas que puedan derivar en ser atacados por un animal salvaje, presas de un incendio o la de caernos a un precipicio, todos estamos de acuerdo. En estos casos la sociedad es muy benévola con nosotros ya que nos ofrece su ayuda alertándonos para evitar dolorosas consecuencias. ¿Porqué no podemos entonces desconfiar de los propósitos de alguien que no conocemos o que conociéndolo, nuestra experiencia previa nos dice que no se trata de alguien confiable? Es mucho más peligrosa esta situación que las previas mencionadas. Quizás no en sus consecuencias pero sí en su esencia. Porque aquellas se muestran siempre tal cual son desde un principio. Entonces uno sabe a qué atenerse. Cómo prepararse y de qué manera defenderse. En cambio las personas pueden parecer una cosa y son otra. Pueden convencernos de sus buenas intenciones y terminar arruinando nuestras vidas.
Hay gente que llamamos “confiada”. Confían en toda situación y de todas las personas. Y lo más extraño es que repiten su actitud en las mismas circunstancias y frente a los mismas individuos que antes los defraudaron. Y esto ocurre porque los inmaculados principios enseñados por la sociedad cavaron profundo en esa persona identificando tal actitud de confianza con uno de los más elevados valores morales. Nada más lejos de la verdad. ¿Qué tendrá que ver la bondad de la persona, el sentido de justicia, el sentimiento de amor o cualquier valor ético o moral con el más íntimo y conveniente derecho del individuo a desconfiar de los propósitos del prójimo para salvaguardar su integridad, su salud o cualquier otro interés propio que considere pueda correr peligro? Y al que no le guste, pues que se sepa ganar su confianza.
Tampoco tendrá nada que ver la relación de parentesco o amistad existente entre ambas personas:
"¡Cómo vas a desconfiar de tu propio hermano!”
Recordemos a Caín y Abel. A nuestro hermano siempre podremos amarlo aunque desconfiemos de él.
"Seamos tolerantes con quien desconfía de nosotros. Permitámosle desconfiar. Es su más íntimo derecho aunque nunca hayamos originado una causa. No nos sintamos ofendidos. Para nosotros debe ser suficiente saber que no engañaremos intencionalmente a nadie. En definitiva, sólo esta actitud a partir de nuestra silenciosa intimidad nos dará la libertad y el derecho de desconfiar de quien queramos sin necesidad de dar explicaciones”.
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